Monday, May 12, 2008

Libros y peregrinaciones. La práctica de la lectura en las Confesiones de San Agustín

Carlos Gradin

I

En Dirección Única (1928) Walter Benjamin esboza algunas ideas sobre la transformación del entorno urbano a partir de la difusión de nuevas formas de comunicación, desde carteles publicitarios en las calles hasta folletos y revistas. En particular, muchas de sus reflexiones se preguntan por la eficacia que pudieran mantener bajo estas nuevas condiciones las antiguas formas o soportes de la escritura, como el libro, en relación con su capacidad, entre otras cosas, para intervenir críticamente en el mundo. Poco antes de la crisis del ´30, entonces, aparecen ya las primeras formulaciones sobre un tema que a fines de siglo se convertiría en un tópico infaltable a la hora de pronosticar el impacto en la cultura de las nuevas tecnologías informáticas.
Los sarcásticos comentarios de Benjamin, acerca del "pretencioso gesto universal del libro"
(Benjamin, 2002, p. 14), comienzan a cuestionar el papel estelar asignado a éste hasta entonces como herramienta de cultura y educación, y pueden servir como contrapunto para leer una obra como las Confesiones de San Agustín. Si Benjamin empieza a escribir el pase a retiro del libro en una época en que éste aún presta servicios y parece gozar de buena salud, la obra de Agustín fue escrita muchos siglos antes de la invención de la imprenta, en el siglo IV, en tiempos en que los códices y rollos aún eran los medios más utilizados para conservar la escritura
(Manguel, 1999, p. 64). Sin embargo, en las Confesiones pueden encontrarse las primeras referencias a modos de lectura que luego encontrarían en el libro, manuscrito primero, y más tarde impreso, un soporte ideal. En ese sentido, este trabajo pretende analizar las Confesiones siguiendo la práctica de la lectura tal como aparece descripta en diversos pasajes de dicha obra, y relacionarla con las ideas sobre el lenguaje y el aprendizaje expuestas en El maestro, otro libro de San Agustín.
Las observaciones de Benjamin apuntan hacia nuevas formas de escritura que abrirían las puertas a una mayor "eficacia operativa", y que lograrían adaptarse a las condiciones técnicas y sociales del presente.
(Benjamin, 2002, p. 15). ¿Qué características atribuye a esa cultura del libro que estaría en vías de ser superada? Las nuevas formas de escritura lograrían desplegarse con naturalidad en nuevos ámbitos, dejando atrás los límites de las páginas encuadernadas. Más allá del espacio privado, íntimo y protegido con el que vincula al libro y el acto de lectura, Benjamin especula con una escritura que avanza sobre el espacio público urbano. Idea que se trasluce, por ejemplo, en su descripción de una joven militante que "Vive en una ciudad de consignas y habita en un barrio de términos conspiradores"
(Benjamin, p. 50).
Cita! , y que aparece referido también en los encabezados y tipografías de su texto, inspiradas en publicidades y otros carteles callejeros. Los escritos de San Agustín, con sus reflexiones en torno a la lectura como vía de acceso a una verdad espiritual, pueden pensarse, por lo tanto, como el polo opuesto a dicho movimiento hacia afuera: describen una búsqueda interior en la que el texto proporciona al lector una suerte de retiro respecto del mundo.

II

Casi cualquier párrafo de las Confesiones tomado al azar podría dar cuenta de estos rasgos. El relato de San Agustín sobre su vida lleva incorporada una lectura de las Sagradas Escrituras, que se manifiesta a través de una diversidad de citas incorporadas en el texto, puestas al servicio de un diálogo con Dios, y que transforman el relato sobre su vida desde la primera infancia en una evocación de los esfuerzos realizados por el Santo durante su prolongado acercamiento a la verdad. Más precisamente, el relato puede pensarse como la historia de una "mala" lectura, y de los caminos, muchas veces equivocados, que llevaron a San Agustín a rectificarla.
De este modo, la tarea de interpretación de los textos sagrados se presenta como una senda plagada de dificultades, entre las cuáles se cuenta la oscuridad inherente a aquellos, pero también la fascinación del Santo por otro tipo de textos, desde los tratados de retórica, a los libros platónicos y maniqueos, e incluso su menosprecio inicial por las Escrituras según criterios estilísticos. En el capítulo VIII de las Confesiones se pregunta: "¿qué es lo que pasa en el alma, cuando se goza más al hallar o recobrar las cosas que ama, que si siempre las hubiera poseído?"
(San Agustín, 1979, Libro VIII, Capítulo 8, p. 219). Se trata de la misma preocupación que lo había llevado a distinguir en otro pasaje entre seres como su madre, Mónica, para quienes la verdad se había revelado de manera espontánea, y otros como él obligados a recorrer la Biblia y hacer esfuerzos por comprenderla. La relación entre el Santo y esa verdad a la que aspira, y que es en definitiva el resultado de una misma sesión de lectura, dilatada en el tiempo, se halla marcada por desencuentros y malentendidos, que lo llevan a una suerte de peregrinaje. A caminar, como repite en varias ocasiones, por las "sendas anchas y trilladas del siglo".
(San Agustín, 1979, Libro VI, Capítulo 14, p. 167)

III

Expuestas frente a sí, su vida y las Escrituras aparecen para San Agustín plagadas por igual de zonas oscuras y difíciles de conciliar unas con otras. Cuando en un pasaje de las Confesiones concluye, luego de recordar sus debates internos entre la vocación espiritual y los placeres de la carne, que "...vine a entender por personal experiencia lo que había leído"
(San Agustín, 1979, Libro VIII, Capítulo 5, p. 219), y agrega a continuación una cita de San Pablo, el Santo hace explícita la forma de comprender las Escrituras que caracteriza a las Confesiones, es decir, su fusión de recuerdos biográficos y citas de la Biblia para dar cuenta de los pensamientos del propio autor, que encuentran en las Escrituras la forma más eficaz de expresarse. Muchas frases de San Agustín quedan interrumpidas en la mitad y se completan con citas de la Biblia, como si participaran de un mismo texto, que estuviese siendo reordenado a partir de fragmentos dispersos, como si el Santo no solo hubiera guardado en su memoria los pasajes citados, sino también descubierto la afinidad profunda que vincula a su propia vida con ellos.
Para esto, la lectura alegórica, que aprende de Ambrosio y que le permite superar su rechazo inicial frente a la Biblia, juega un papel central. Se trata de un gesto, inspirado en las cartas de los apóstoles, que distingue entre el sentido literal y espiritual de las Escrituras, y que convierte la tarea de interpretación en una búsqueda por conciliar distintas expresiones, en apariencia contrapuestas, para encontrar la unidad subyacente a ellas. Del sentido de las Escrituras puede decirse lo mismo que Auerbach acerca del pasado del hombre visto a la luz de la interpretación alegórico figural, que "... permanece abierto e interrogante en su referencia a lo velado, con lo que la postura que adopta el ser humano es la de prueba, esperanza, fe y espera."
(Auerbach, 1998, p. 107)
Frente a las Escrituras el intérprete toma consciencia de un misterio para cuyo develamiento las palabras y su sentido alegórico son una ayuda insuficiente, pero que al mismo tiempo esbozan o sugieren una verdad definitiva, lo cual es interesante relacionar con otro comentario de Auerbach, acerca de la capacidad demostrada por el cristianismo para interpelar a los pueblos de origen pagano o judío. Su hipótesis atribuye la fuerza que cobró en ellos el nuevo culto cristiano a la historicidad propia de su relato, que reinterpretaba el pasado evocado en el Antiguo Testamento en función de una promesa que había comenzado a cumplirse con la llegada de Cristo y cuya consumación definitiva seguiría pendiente. En este horizonte signado por la expectativa, distintos trasfondos culturales habrían encontrado un marco de referencia gracias al "sentido de actualidad"
(Auerbach, 1998, p. 103) que el cristianismo aportaba, al convertir el presente en una consumación de hechos ya anunciados, además de dotarlo de un nuevo horizonte de espera.
Auerbach introduce esta hipótesis, que dice no estar en condiciones de probar rigurosamente, como un comentario menor dentro de su análisis de la interpretación figural, pero puede pensarse una fuerza similar en relación con la lectura de las Escrituras realizada por San Agustín, por esa posibilidad que encuentra a través de ellas de dar sentido al relato de su propia vida. Esto mismo propone Isabelle Bochet citando palabras de Heidegger, al referirse a la hermenéutica agustiniana como "englobante et vivante"
(Bochet, 2004, p. 92) y decir que trasciende las pretensiones de un mero arte de la comprensión. Las Confesiones, señala Bochet, se hallan coronadas por tres capítulos que reflexionan sobre la manera de interpretar los primeros versículos del Génesis, y aunque esto podría parecer un agregado arbitrario en una obra dedicada a reconstruir una biografía, se trata en definitiva de la culminación de la búsqueda que articuló cada uno de los capítulos precedentes: el errático proceso de aprendizaje de Agustín acaba por tender un puente de regreso al principio de su vida (y su texto).
(Bochet, 2004, p. 88) La conversión del Santo en el capítulo VIII marca el comienzo de una nueva etapa en su relación con las Escrituras, pero a su vez son éstas las que le ofrecen un punto de partida para reinterpretar su pasado. En este ida y vuelta el lector San Agustín encuentra una forma de entenderse a sí mismo, y las citas de las Escrituras resultan incorporadas, interpretadas dentro de un discurso al que parecen iluminar como si lo prefiguraran.
Ver por ejemplo el inicio del Libro II, Capítulo 8, en las Confesiones. (San Agustín, 1979, p. 53)

IV

Para seguir analizando la relación entre texto y acto de lectura en San Agustín, podemos recurrir a su obra El Maestro y a algunos pasajes de De la doctrina cristiana en los que se propone una explicación del lenguaje y de la tarea interpretativa como actividad espiritual. En El Maestro, en su diálogo con Adeodato, San Agustín refuta la posibilidad de que el conocimiento pueda ser transmitido mediante signos, y propone la idea de una aporía intrínseca al lenguaje según la cual existiría una brecha entre el signo y su referente, una imposibilidad por parte del signo de dar cuenta de aquello que designa, y que obligaría a quien desee interpretarlo a dar un salto de fe en el sentido referido por Isaías: "Si no creyereis, no entenderéis"
(San Agustín, 2003, p. 122. La cita corresponde a Isaías, 7,9).
Poco agregan las palabras, desde esta perspectiva, si el interlocutor desconoce aquello sobre lo que se intenta hablarle, y el conocimiento sólo se podría adquirir mediante la experiencia directa con el objeto o fenómeno en cuestión. Las palabras cumplirían una tarea de acompañamiento, incitarían a recordar algo ya sabido, o en su defecto a emprender su búsqueda. La comunicación que haría posible el lenguaje es una comunicación incompleta, que necesita una instancia mediadora entre emisores y receptores: "...como no puedo entender muchas cosas, sé cuán útil es creerlas"
(San Agustín, 2003, p. 123) , dice San Agustín, para luego situar la fuente de una eventual comprensión en "... [aquél] que habita en el hombre interior, Cristo, es decir, la inmutable virtud de Dios y la eterna sabiduría"
(San Agustín, 2003, p.123), suerte de garante de una inspiración que permitiría a cada sujeto acceder al conocimiento.
Para San Agustín, la posibilidad de aprender a través del lenguaje implica un repliegue del sujeto sobre sí mismo. Las palabras, escritas u oídas, son instrumentos para lograr dicho objetivo, que tiene lugar en momentos de recogimiento y meditación, y es en este sentido que Bochet puede describir el lugar que ocupan las Sagradas Escrituras en las reflexiones de San Agustín como un texto provisorio
(Bochet, 2004, p. 17). La verdad contenida en aquellas no está exenta de oscuridades, ya que sus mismos autores, hombres de carne y hueso, pueden no haber comprendido los textos, a lo cual se suma la complejidad aportada por las distintas traducciones y errores de copia. Frente a esa trama de versiones, el acto de lectura incorpora una dimensión de fe y asigna a las Escrituras una coherencia fundamental, que es tarea del lector desentrañar.
Por eso, es interesante la manera en que San Agustín se refiere a los errores de lectura. "La diversidad de las interpretaciones es útil", dice en De la docrtina cristiana, y luego: "... es difícil que los intérpretes discrepen entre sí de tal modo que no coincidan en algo."
(San Agustín, 2003, p. 149) Para el Santo, la interpretación constituye un ejercicio en el que se ponen a prueba las convicciones, ya se trate de pasar en limpio los acontecimientos de una vida, o de decidir el sentido de un pasaje de la Biblia. Pero la tarea aparece ligada a un momento de iluminación interior que escapa a la voluntad y los "métodos" con los que pudiera ser perseguida. Frente a las Escrituras el lector lee y se predispone a entender, pero también "espera" a que la verdad le sea, finalmente, revelada.

V

Los aspectos analizados hasta aquí en escritos de San Agustín remiten a una relación personal entre el lector y el texto, que hace de la lectura un momento de reflexión no solo sobre el sentido de las palabras sino también sobre la propia vida. La escena de la conversión del Santo, en las Confesiones, muestra con claridad cómo el acto de leer implica para el lector un cambio de conducta y una nueva forma de entenderse a sí mismo. A lo largo de la obra San Agustín recuerda la falta de tiempo para dedicar a la lectura, que padecía en su época de maestro de retórica, y describe sus proyectos de una vida en comunidad junto a familiares y amigos, con el fin de lograr un espacio aislado de las distracciones mundanas. Una razón semejante encuentra en las sesiones de lectura silenciosa de Ambrosio, a las cuales imagina motivadas por el deseo de mantener a distancia a quienes pudieran interrumpirlo. Igualmente, su recorrido biográfico puede entenderse como la búsqueda de un ámbito de meditación espiritual que es propiciado por la lectura, y que por lo tanto coincide en el tiempo con la formación intelectual del santo, su aprendizaje de las primeras palabras y sus estudios de gramática y retórica. Si, como vimos, la lectura de las Sagradas Escrituras en San Agustín se acompaña de un replanteo de la propia vida, se comprende que dicho proceso de interpretación incluya la búsqueda de un espacio de autonomía, como ruptura respecto de la cotidianidad. Se prefigura, así, a la distancia, la imagen moderna del lector absorbido por lo que lee y rodeado de un manto de silencio que no debe ser profanado. Una lectura desarrollada en la intimidad, que encuentra en el libro un soporte económico, fácil de transportar, ideal para un tipo de experiencia individual y solitaria.
Cuando Benjamin en 1928 esboza una crítica de los antiguos modos de circulación de la palabra escrita, se refiere, justamente, a la concepción del libro y la lectura ligados a un espacio de autonomía, y lo expresa a partir de cambios sociales y técnicos que la volverían anacrónica; de la horizontalidad de la página impresa, a la “verticalidad dictatorial”
(Benjamin, 2002, p. 38) de los carteles del cine y la publicidad, y de la meditación reposada del lector frente al libro, a “Las nubes de langostas de la escritura, que al habitante de la gran ciudad le eclipsan ya hoy el sol del pretendido espíritu”
(Benjamin, 2002, p. 38). Formas colectivas de la lectura, muy alejadas de esa recepción de las Escrituras realizada por San Agustín, en la que éstas parecían contener un mensaje dirigido a él y referido a sus circunstancias personales.



VI

En una carta escrita por Petrarca en 1336, éste relata una excursión realizada junto a su hermano al monte Ventoso, y describe, además del paseo, los pensamientos que despierta en él la lectura de un pasaje de las Confesiones. Esta “...obra que cabe en una mano, de reducido volumen...”
(Petrarca, 2000. Supe de esta carta gracias a Mariano Vilar que me recomendó leerla). le resulta cómoda para leer al aire libre, lo cual remite a un comentario de Alberto Manguel en su Historia de la lectura, acerca del mural de Sandro Botticelli de 1480, en el que San Agustín aparece representado en su gabinete rodeado de libros y otros elementos de estudio propios de la época en que fue pintado, pero que atribuidos al siglo IV en que vivió resultan anacrónicos. Del mismo modo, es interesante el hecho de que diez siglos más tarde, Petrarca encuentre en el libro el formato adecuado para recorrer el texto del Santo e incluso reproducir su experiencia de lectura. Aquella relación entablada por San Agustín con las Escrituras, y volcada en sus textos, se caracteriza por la proximidad a ellos, el trabajo intensivo y la confrontación de versiones, como se indica en De la doctrina cristiana, para ayudar a aclarar malentendidos; asimismo, el relato de su vida en las Confesiones, se halla construido sobre una suerte de andamiaje de citas de la Biblia que convierten al libro, mediante la introducción de versículos de los Salmos, en un canto de alabanza a Dios, o le brindan un marco de referencia en las cartas de San Pablo. La impresión que transmite es de un discurso que logró asimilar plenamente la enseñanza de las Escrituras, y que estableció con ellas una relación fluida, al punto que puede dejar sus oraciones sin completar con la certeza de que las palabras que necesita ya están escritas y disponibles en la Biblia.
En suma, estos textos de San Agustín presuponen –y promueven- un trabajo de lectura y recopilación de citas, y pueden pensarse como una invitación a facilitar el acceso a dichas actividades. “Los mismos códices, ¿dónde buscarlos? ¿De dónde o cuándo comprarlos? ¿Quién me los prestará?”
San Agustín, (Confesiones. Libro 2, Capítulo 11, p. 161), se pregunta angustiado el Santo frente a sus deseos de estudiar los textos sagrados. Por ese afán de aproximarse a las Escrituras, para recorrerlas a voluntad y hallar las citas que dan sustento a su discurso, resulta natural que la figura de San Agustín aparezca ligada, en la pintura de Boticcelli, a elementos de la cultura letrada del Renacimiento, y en particular al libro, en tanto instrumento que facilitó aún más la circulación y lectura de los textos respecto de los antiguos códices, y que con el tiempo, y la invención de la imprenta, mejoraría progresivamente las posibilidades de estudiar la Biblia en la forma minuciosa en que lo hacía San Agustín.
Por su parte, la carta de Petrarca, dirigida a Dionisio da Burgo, relata, además del paseo del poeta y su hermano por una montaña de la Provenza francesa, la lectura que en dicha ocasión realizó el primero de ellos de un volumen de las Confesiones, junto con la experiencia resultante. Este es el motivo de la carta, dar cuenta de los sentimientos originados por la lectura de unas pocas palabras de dicho libro:
“Y fueron los hombres a admirar las cumbres de las montañas y el flujo enorme de los mares y los anchos cauces de los ríos y la inmensidad del océano y la órbita de las estrellas y olvidaron mirarse a sí mismos.”
(San Agustín citado por Petrarca en AA. VV, 2000). Las cursivas son nuestras.

Leídas en la cima del monte, en un ejemplar que Petrarca lleva “siempre a mano”, estas palabras lo dejan “estupefacto”: “...lo que allí había leído había sido escrito para mí y para ningún otro”
(AA. VV., 2000).. Esta lectura lo interpela de modo que incluso una excursión por los caminos casi vírgenes de la montaña, acaba conduciéndolo a un repliegue en su interioridad, como en la parábola de Borges sobre el hombre que dedica su vida a “dibujar el mundo” y poco antes de morir descubre “que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara.”
(Borges, Jorge Luis. Obras Completas, Emecé, Buenos Aires, 1972, p. 854) Es decir, la idea de un conocimiento esquivo, cuya comprensión no es un resultado planeado, que aparece en la escena de la conversión de San Agustín, en la que el Santo halla, en la lectura de un códice de San Pablo, palabras que discurren a la par de sus pensamientos, sin importar que éstas fueran elegidas al azar, y que también se desprende de la carta de Petrarca, en la que éste abre el libro de San Agustín en una página cualquiera. Un efecto transformador de las percepciones e ideas que incluso Benjamin, en su crítica de la cultura letrada tradicional, no dejaba de evocar como atributo potencial de la lectura, cuando afirmaba su intención de que las citas incluidas en sus artículos se comportaran como “salteadores de caminos que irrumpen armados y despojan de su convicción al ocioso paseante”
(Benjamin, 2002, p. .)

VII

Podría parecer que la revelación, esa "luz de seguridad"

(San Agustín. Confesiones, Ediciones Paulinas, 1979. p. 239 (L8, C12)) , ocurre como un don de Dios, más allá de los cálculos del hombre y que, por lo tanto, esta idea de una lectura espiritual llevaría a desvalorizar la actividad, pues la interpretación de los textos sagrados no sería un requisito ni una garantía para alcanzar la verdad. Sería, apenas, una vía entre otras, como lo muestra en las Confesiones la figura de Mónica, de quien se dice reiteradas veces que no necesitó transitar durante años los libros para comprender el mensaje cristiano. San Agustín en El Maestro formula la idea de una fuente interior de conocimiento, y de la acción de Dios a través de ella, según la cual los intercambios de signos, escritos o no, cumplirían el papel de guías o estímulos. Si lo que importa es, en definitiva, esa comunicación íntima con Dios, el papel de la lectura, incluso de los textos sagrados, se limitaría al de una mediación reemplazable por cualquier otra forma de reflexión, como por ejemplo la escucha de los textos leídos en voz alta. Sin embargo, las Confesiones de San Agustín pueden leerse como un análisis y valoración de su experiencia de lector, por un motivo que la carta de Petrarca pone en evidencia, la posibilidad de recurrir a los textos en distintos lugares y situaciones, y de hallar las palabras buscadas incluso en la soledad de la montaña. Cuando la revelación ocurre, finalmente, de manera inesperada y como efecto de una cita leída por azar, tanto San Agustín como Petrarca se encontraban ya ejercitados en la lectura de textos a los que podían recurrir con facilidad, habiéndolos incorporado a su vida cotidiana; más allá de sus diferencias, ambos comparten un apasionamiento que convierte sus lecturas en material de consulta y meditación, una fuente de conocimiento sobre Dios y sobre sí mismos.

VIII

"Pero ¿dónde estábais entonces Vos para mí? ¡Y qué lejos! Muy lejos peregrinaba yo sin Vos, privado hasta de las bellotas de los cerdos que yo apacentaba con bellotas (Lc. 15,16)"
San Agustín, Confesiones

A través de las citas San Agustín muestra su concepción de la lectura como vía de acceso a una verdad espiritual, y despliega una elocuencia derivada no sólo de la construcción formal de su discurso sino
también de los fragmentos de las Escrituras que se integran a él. Si las Escrituras son el resultado de la inspiración divina, el Santo evoca la experiencia de quienes las plasmaron por escrito y al hacerlo constata la afinidad que sus propias palabras guardan con ellas.
El inglés tiene una expresión muy ilustrativa para esta forma de sintonía. Hasta hace un tiempo podía leerse un anuncio en el blog de Google sobre la compra por parte de la empresa de otra compañía, Jotspot. Google terminó integrándola en su propia trama de servicios, y en la gacetilla de prensa en la que se describían los diálogos previos, se resaltaban los puntos en común que las llevaban de manera natural a fusionarse: "nos encontramos de pronto – decía - completándonos mutuamente las oraciones", [...completing each other sentences].
Más allá del pragmatismo, la frase podría aplicarse a la relación que San Agustín establece con las Escrituras. La escena de la conversión en las Confesiones marcaría el fin de un recorrido, y el inicio de una nueva etapa en este diálogo, pero no necesariamente como el punto final de todas las dudas y malentendidos, como si el sentido de las palabras sagradas se le revelase al Santo de una vez y para siempre. Esto no sucede, y de hecho los interrogantes se mantienen en los sucesivos capítulos; pero el efecto de ese instante de iluminación puede rastrearse en su escritura desde el comienzo del libro. Evocada por el Santo su vida se despliega a la luz de las citas de la Biblia, es decir, de aquello que al final de las Confesiones aparece como un camino a seguir, la lectura, la meditación y la reflexión sobre sí a partir de los textos sagrados. No se trata de un esclarecimiento definitivo, más bien de la adopción de una senda, la única vía verdadera donde continuar con la larga marcha, a través de códices, libros y otros soportes de las Escrituras Sagradas.


Bibliografía

AA. VV. Manifiestos del Humanismo, Península, Barcelona 2000.
Auerbach, Erich. Figura, Trotta, Madrid, 1998.
Benjamin, Walter. Dirección única, Alfaguara, Madrid, 2002.
Bochet, Isabelle. Le firmament de l' écriture, Insititut d'Études Augustiniennes, Paris, 2004.
Manguel, Alberto. Uma história da leitura, Companhia das Letras, Portugal, 2004.
San Agustín, Confesiones. Ediciones Paulinas, México, 1979.
San Agustín, El Maestro o sobre el lenguaje, Trotta, Madrid, 2003.

Friday, August 10, 2007

El filósofo como intérprete

“... los símbolos de la filosofía se han derrumbado ...”

T. W. Adorno

En su clase inaugural de 1931 en la Universidad de Frankfurt[1], Adorno hace un recorrido panorámico por las corrientes filosóficas más difundidas en la Academia alemana de la época. Le lleva pocos párrafos arribar a un resultado que guarda afinidades evidentes con el proyecto crítico de su amigo Walter Benjamin, por un lado, y que además invita a pensar la relación entre producción intelectual y contexto histórico. Si hay algo que atraviesa su discurso es la presentación de un proyecto inscripto contra el fondo de una crisis. “La actualidad de la filosofía”, como se titula la clase, no reflexiona sobre problemas heredados de una tradición filosófica: es la tradición misma, como concepto, la que se pone en duda. La crítica apunta a las condiciones de posibilidad de la filosofía, que, en palabras de Adorno, parece agotada:

“La idea del Ser se ha vuelto impotente (...); no más que un vacío principio formal cuya arcaica dignidad ayuda a disfrazar contenidos arbitrarios. (...) Se ha perdido para la filosofía y con ello se ha visto afectada en su mismo origen la pretensión de ésta a la totalidad de lo real.”[2]

Esta misma imagen de un quiebre histórico resuena en múltiples aspectos de la cultura de la época. Las vanguardias estéticas, sin duda, pero también las expectativas de cambios revolucionarios en diverso países de Europa, sumidos en la crisis económica, ayudan a situar la filosofía de Adorno y Benjamin. En este caso, no pretendemos ocuparnos de su discusión con las distintas corrientes filosóficas mencionadas, ni de los argumentos planteados para demostrar su esterilidad, sino centrarnos en los aspectos de sus propuestas que vinculan el diagnóstico de una crisis con el problema de la “actualidad” de la filosofía.

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En este sentido, podemos remitirnos a los trabajos de Walter Benjamin, anteriores o contemporáneos a la conferencia de Adorno, para comprender el terreno al que es empujado el debate sobre filosofía. El mismo Benjamin había ya realizado una propuesta de renovación, a partir de una crítica al neo-kantismo, orientada a pensar nuevas formas de concebir la experiencia[3]. En particular, Benjamin destaca la necesidad de ampliar los alcances de la filosofía para incoporar regiones del pensamiento excluidas de las sistematizacíones kantianas. En ese sentido, se refiere a la "esencia lingüística” de la experiencia, y a la necesidad de profundizar los vínculos entre conocimiento y lenguaje.

Nuevamente, no pretendemos analizar la validez de las críticas de Benjamin o Adorno a la tradición filosófica, sino registrar los elementos surgidos como resultado de ellas y que permiten esbozar un proyecto filosófico-crítico. En el caso anterior, Benjamin presenta al lenguaje como una garantía para el desarrollo de una teoría de la experiencia libre de formalizaciones lógico-matemáticas. Se trata de una reflexión en torno a la transitoriedad de las formas, que subyace también a sus textos sobre lenguaje y traducción, basados en una reescritura del mito de la Torre de Babel. En ella, el lenguaje de los hombres se inscribe contra el fondo de un lenguaje anterior y original, una situación que los obliga a referirse a las cosas del mundo mediante nombres siempre tentativos, y carentes de validez universal. En este contexto la traducción, según Benjamin, debe abandonar las pretensiones de recomponer un sentido o de asumirse como vehículo de comunicación. En su lectura, el mito de Babel funciona como un motor que dinamiza la historia del lenguaje. Si las lenguas se hallan en perpetuo estado de alejamiento unas de otras, la traducción, antes que concebirse como respuesta, apaece como una complejización del problema: roza el sentido original, al tiempo que da cuenta de esa distancia que separa a las lenguas (y que, por otra parte, se reproduce en su interior como inadecuación respecto del mundo). De ahí su valor “resistente” frente a las avanzadas totalitarias.

En Benjamin, no se trata de preferir lo indecible como opción estética o metafísica, sino de intervenir en un campo poniendo en primer plano sus condiciones de producción, haciendo aparecer las tensiones que lo atraviesan. El lenguaje surge como un terreno plagado de marcas históricas. Destacar esas marcas es la tarea del traductor para poner en evidencia la deriva de sentidos, para evitar su ocultamiento bajo capas de jerga y formalizaciones.

La traducción, entonces, está ligada a esa crítica que, como dijimos, tanto Benjamin como Adorno dirigen a la filosofía de Kant, o, más específicamente, a la lectura que la academia alemana hacía de Kant en las primeras décadas del siglo XX. "La experiencia es la totalidad unitaria y continuada del conocimiento”, decía Benjamin en su trabajo de 1918[4], y entonces podemos leer su anterior afirmación sobre su “esencia lingüística”, así como su teoría del lenguaje basada en la multiplicidad de las formas, como un intento de reformulación y rescate de cierta idea de experiencia. Frente a los posutlados de la filosofía académica, el lenguaje historizado de Benjamin permite pensar lo transitorio e indecible, permite formular una teoría que incorpora una idea de caducidad, y de constante necesidad de renovación. Una filosofía consciente de su carácter transitorio y capaz de acompañar el movimiento del mundo y su inmersión en un “futuro” siempre desconocido.

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Con esta clave podemos leer también la clase inaugural de Adorno. No se menciona en ella al problema de la experiencia y el lenguaje, pero sin duda se percibe su afinidad con las reflexiones de Benjamin. Ambos hacen evidente desde la primera línea su inscripción en proyectos filosóficos de largo alcance, con objetivos también análogos: socavar las bases de la tradición filosófica, y a su vez preparar el terreno para una reafirmación de la tarea reflexiva. Más preciso y minucioso que Benjamin, en su clase Adorno esboza ese nicho en que la filosofía encontrará su “actualidad". Se trata de un espacio de disputa entre las ruinas del idealismo y los nuevos intentos del positivismo por disolver la filosofía en las disciplinas científicas, un ámbito en el que Adorno parece abrirse paso a empujones. Ni “filosofía científica”, ni “idealismo”, ni “poesía filosófica”, todas ellas falsas soluciones para la crisis, cuyo único aporte es conservar el mundo en su forma dada, "...velar la realidad y eternizar su situación actual."[5] Su respuesta, en cambio, se inscribe contra este fondo de sistemas falsos o agotados:

“Ni la plenitud de lo real se deja subordinar como totalidad a la idea del Ser que le asignaría su sentido, ni la idea de lo existente se deja construir basándose en los elementos de lo real.”

Este desfasaje entre sistemas filosóficos y realidad, la continua verificación de su agotamiento, de su esterilidad explicativa, se halla presente en los trabajos de Benjamin y Adorno, y en ese sentido decíamos que sus propuestas se hallan ligadas a situaciones de crisis. No ofrecen soluciones superadoras, y de ahí el aspecto paradójico de la respuesta de Adorno: la filosofía como "interpretación". Pero, ¿qué siginfica “interpretar" en medio de la crisis?

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A primera vista, la respuesta de Adorno recuerda a la de Susan Sontag en su famoso artículo "Contra la interpretación"[6]. También Sontag plantea el problema del agotamiento de los sistemas de categorías que, como el marxismo y el psicoanálisis, funcionaban como garantes del sentido de las obras en las lecturas académicas de su época (en su caso, los años ’60 del siglo XX). En su análisis, Sontag considera el papel de la crítica como experta en el desciframiento de un contenido esencial. Desde esa perspectiva, habría una verdad de la obra de arte y, a la vez, determinados modos de leerla en el sentido de un desciframiento. La idea subyacente es la del mensaje codificado, el arte como medio privilegiado de la comunicación. Convertida en dogma, esta idea conduce, según Sontag, a una profesionalización de la crítica. Tanto los expertos en arte, como los artistas, quedarían atrapados en este circuito en que el arte tiende a estandarizarse, y cuyo paradigma son las distintas versiones críticas de Kafka (el religioso, el social, el psicoanálitico), cada una embarcada en el redescubrimiento de aspectos que vuelven a hacer coincidir a la obra con los presupuestos iniciales de la lectura. “El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos”[7], dice Sontag, y contra ello conspirarían los aceitados mecanismos de una crítcia capaz de encontrar “verdades” iguales en obra distintas. A este achatamiento de la experiencia estética es a lo que Sontag se opone: "En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte."[8] Y sin duda podemos hallar afinidades entre su búsqueda y la crítica de Benjamin al neo-kantismo: el interés por nuevas formas de pensar la experiencia.

Con esta misma clave podemos pensar la proupuesta de Adorno en su clase inaugural. Mientras que ésta se sitúa en el campo de la crítica y la reflexión sobre la producción de arte, Adorno piensa a la interpretacíón desde su debate con la filosofía académica, idealista y "científica". Tras señalar su agotamiento, la interpretación surge, en Adorno, como un último campo de acción filosófica. Se trata de interpretar “las figuras enigmáticas de lo existente”[9] frente a la filosofía anterior y su tendencia a apuntalar sistemas ya consensuados y aplastar con sus categorías las especificidades de lo particular.

Pero además, la tarea del filósofo, en esta perspectiva, es socavar el vínculo entre la filosofía y el sentido de lo real. Es decir, “renunciar a la cuestión de la totalidad”[10] y, por lo tanto, al uso de símbolos que aspiren a reconstruir una verdad profunda o esencial desde lenguajes plenos o autorizados. Hay una fractura radical en la historia de la filosofía, y en ese lugar inscribe Adorno la búsqueda de su nueva actualidad. De ahí su apelación al materialismo como “ese tipo de pensamiento que prohíbe con el máximo rigor la idea de lo intencional, de lo significativo de la realidad.”[11] El nuevo punto de partida será la renuncia a pensar una esfera autónoma de pensamiento, la filosofía, que pudiera evocar en sus propios términos la complejidad del mundo. Y en ese sentido, podemos hallar afinidades entre la propuesta de Susan Sontag y el planteo de Adorno. En ambos, se trata de aliviar el peso de ciertos sistemas de ideas y conceptos dedicados a la interpretación, de combatir sus pretensiones de verdad definitiva.

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“La auténtica interpretación filosófica – dice Adorno – no acierta a dar con un sentido que se encontraría ya listo y persistiría tras la pregunta, sino que la ilumina repentina e instantáneamente, y al mismo tiempo la hace consumirse.”[12]

Como Walter Benjamin, de quien toma prestada esta perspectiva, con su correspondiente cita al libro sobre el barroco alemán, Adorno presenta su propuesta filosófica con fórmulas enigmáticas. Enfrentado a los problemas de la filosofía, el filósofo no da respuestas como quien descubre una verdad oculta, o un mensaje codificado en la realidad. Para Adorno la filosofía es un trabajo con materiales concretos, tomados, por lo tanto, del mismo ámbito del que surgen los interrogantes. Sin cielo platónico u otros sistemas trascendentales, y sin chance de “traducir” la pregunta a un lenguaje conocido y accesible, la idea de dar respuestas ya no le cabe por completo a la filosofía.

Su tarea, en cambio, es “solucionar enigmas”[13]. Para ello debe concentrarse en lo único que tiene disponible, las partes que conforman la pregunta: debe reordenarlas en nuevas constelaciones y lograr que algo parecido a una respuesta surja de ellas. Aunque en apariencia oscura, su filosofía se propone como un dispositivo de lectura dedicado a desestructurar los sentidos fijados por la cultura en sus diversas obras y creaciones. No muy alejado del crítico de arte, el filósofo encuentra interrogantes en configuraciones materiales concretas. Desde allí, con ellas, intenta responder el “enigma".

Quizás sea más claro seguir a Adorno en casos célebres, como Edipo enfrentado a la Esfinge en la tragedia clásica “Edipo Rey”. Interrogado por la Esfinge, la respuesta de Edipo no sólo produce el suicidio de aquella, también genera un corrimiento en la serie de sentidos integrada por los conceptos animal/hombre. Es ese desplazamiento, y no otra cosa, lo que permite a Edipo resolver el enigma, y a la vez convertirse en un tipo particular de filósofo, uno cuya reflexión sobre la condición humana surge de los imprevistos de la investigación de un crimen. Un filósofo, entonces, cuyo conocimiento es mucho menos el resultado de un método o de un sistema de ideas previo, que el efecto no buscado de acciones orientadas a otros fines.

De ahí el tipo de respuestas que alcanza la filosofía: reinterpretaciones de los términos iniciales, es decir, constelaciones, reescrituras en las que el enigma se reformula al punto de “esfumarse” como tal. Y tal vez sea en “Experiencia y pobreza” de Walter Benjamin, donde mejor se halle expresada esta dinámica. El cuento popular con el que abre el artículo, refiere la historia de un padre que, antes de morir, avisa a sus hijos de un tesoro escondido en el campo para ellos. “Solo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo, cuando llega el otoño la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro sino en la laboriosidad.”[14]

En ese trayecto discursivo, en el que los tesoros se transforman en campos fértiles, y los animales en hombres, está la clave para entender la filosofía como la piensa Adorno. La interpretación es una experiencia, es decir, un recorrido del que los conceptos e ideas del sujeto no salen indemnes, y en el que terminan por conformar constelaciones distintas de las que integraban al principio.

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Nuevamente, como en Benjamin, se trata de pensar la práctica (filosófica) contra el fondo de una crisis (histórica y simbólica). Ante ella, sólo queda la reflexión sin garantías de éxito, es decir, sin referencias a una lengua universal ni símbolos de un conocimiento “ya” aprobado. Interpretar, traducir, entonces, son experiencias que dejan al descubierto las condiciones de producción de cultura y sentido en la sociedad, ese desfasaje entre lenguaje y mundo:

...A MEDIA ASTA

Cuando muere un ser muy próximo a nosotros, nos parece advertir en las transformaciones de los meses subsiguientes algo que, por mucho que hubiéramos deseado compartir con él, sólo podía haber cristalizado estando él ausente. Y al final lo saludamos en un idioma que él ya no entiende.”[15]

Esta imagen tomada de Dirección Única, de un tiempo que avanza inexorable, y de una realidad que se diluye en el preciso instante en que es nombrada, remite a la que Benjamin usará años más tarde para reflexionar sobre el curso de la historia en la figura de un ángel atrapado en la tormenta, y que mira acumularse a su paso las ruinas de un mundo en vías de destrucción. Con perspectiva materialista, tanto Adorno como Benjamin llevan la discusión crítica y filosófica a un terreno no apto para sistemas de ideas trascendentes. Los “enigmas” no tienen una solución más allá de sí mismos, y están a la espera de un acontecimiento que reordene sus fragmentos y atenúe su cualidad “enigmática". En dicho proceso, la pregunta inicial es reformulada en un idioma que cambia al compás del tiempo. Las palabras utilizadas, por otra parte, dan cuenta de una realidad que ya no existe.

Se podría pensar en la práctica psicoanálitica en la que determinados “problemas” de los sujetos son reinterpretados desde una perspectiva teórica que, finalmente, los convierte en otra cosa. Recordar, por ejemplo, la manera en que un síntoma resulta analizado en relación a series de sentido inconscientes para ser finalmente incorporado por el sujeto a un nuevo relato de sí mismo. Así se comprende la idea de Adorno de que los “enigmas” de la filosofía encuentran su respuesta al tiempo que se esfuman, y también su defensa del ensayo como forma de expresión filosófica, es decir, como aquella escritura capaz de presentar ideas en proceso de reformulación y, por lo tanto, resistente a la fijación en sistemas o metodologías. Llegado un punto, la pregunta pierde urgencia, no porque se haya encontrado la respuesta, sino porque se transformaron las palabras (y el mundo) que le dieron origen.“Nada hay más pobre que una verdad expresada tal como se pensó”[16], dice Benjamin, en la misma sintonía que Adorno. Y también: “A una persona la conoce únicamente quien la ama sin esperanza.”[17]

Ese halo de melancolía puede llevarnos a pensar, en principio, en una teoría de la distancia y de lo irrecuperable. Este es el modo en que a veces resultan mal leídas las referencias de Benjamin a la pérdida del aura y el fin de los narradores. Sólo se traduciría, supuestamente, para constatar la derrota del lenguaje, sólo se interpretaría el mundo para verificar la imposibilidad de interpretarlo (al menos, totalmente), y sólo se apreciarían obras de arte en función de un aura que ya no poseen. Pero en Benjamin, cada una de estas reflexiones sobre rupturas históricas y simbólicas, va acompañada de un análisis de las nuevas condiciones de producción que ellas mismas habilitan. Así, en “Experiencia y pobreza”, puede leerse tanto la crítica de una época signada por cambios técnicos y sociales, la destrucción de la experiencia, como la valoración de esa "nueva pobreza", las potencialidades de una cultura desprovista de lastres y tradiciones restrictivas. La ambivalencia se mantiene en todo el artículo, y ese es el gesto que Adorno defendía en su clase inaugural frente a las críticas que lo acusaban de "ensayismo". Precisamente el ensayo, desprovisto de conceptos generales, “incluyendo por ejemplo el de ser humano”[18], aparece como la forma adecuada para una reflexión bajo tales condiciones. Si el materialismo permite pensar un mundo desprovisto de sentido inmanente o de intencionalidad, el ensayo hace tábula rasa sobre las categorías de pensamiento heredadas, y cada una de ellas debe volver a ser definida, fundamentada cada vez.

En esa encrucijada provisoria, el sujeto intenta inscribirse contra el fondo de un lenguaje en proceso de transformación, y el hecho es que lo logra. Eso es lo que pasan por alto las malas lecturas de Benjamin: pese al fondo de “derrumbe” y crisis contra el que se desarrolla su teoría, siempre es posible aún recomponer la imagen, juntar los fragmentos dispersos y volver a pegarlos. De hecho, esto ocurre incluso a pesar de las intenciones del sujeto que tal vez cumpla su papel de manera inconsciente. En todo caso, siempre habrá nexos entre sujeto, lenguaje e historia que formarán recorridos azarosos y que articularán algún tipo de experiencia, alguna interacción entre la praxis y los presupuestos con los que el sujeto la lleva adelante. Las huellas de ese trayecto son como las marcas que aparecen en los textos traducidos, la sutura que revela su origen conflictivo, y que también está presente en las obras de arte y demás concreciones materiales de la cultura.

Podemos, entonces, violentar aún más el concepto, que no existe como tal en los textos de Benjamin, para pensar a la traducción como cierta experiencia del lenguaje, y a la filosofía como cierta experiencia del mundo. Ambas son imposibles, y sin embargo ocurren. Lejos de una captación total y abarcadora del objeto, lo que sí acontece son intentos siempre tentativos, parciales, de acceder a él. Y sin embargo, lejos de quedar oculta tras una bruma inefable, la Historia, o como quiera llamarse a esa colección de huellas acumuladas, o bien el Sentido, o como quiera llamarse a la posibilidad siempre latente de traducir un texto, no dejan de emerger y manifestarse con todas sus potencialidades intactas. Bajo las peores condiciones, y con todo el viento de la reacción y la catástrofe en contra, el sujeto crítico adquiere en Benjamin un aura utópica.

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¿Pero qué es una experiencia? Parecería que la filosofía fuera un juego del sujeto que pone en jaque los presupuestos de su lectura. Con esta perspectiva, lo que haría posible, entre otras cosas, es un tipo de apreciación estética más refinada, tal vez más amplia. Sin reglas ni normativas, se lograría un punto de vista privilegiado que nos permitiría volver al artículo de Susan Sontag y su idea de una “erótica del arte”. Lo que es interesante es pensar qué ocurrió con éstos nuevos modos de lectura anti-hermenéutica que venían a liberar a la crítica de los burócratas del partido (marxista, psicoanálitico u otro). Sin duda, podemos encontrar nuevas estandarizaciones y convenciones. Una de ellas, por ejemplo, en torno a la idea de que el arte puede ser un espacio de experimentación formal, más o menos abstracto, y ejercido en planos aislados. Siempre será posible leer en una obra la experiencia del artista en relación con algún recorte del mundo, ya se trate del lenguaje como de las últimas técnicas audiovisuales, ya sean las publicidades de golosinas como los íconos pop de alguna escena musical periférica. Cualquier conjunto de elementos dispuestos para ser reordenados y desplegados sobre la página o el bastidor en blanco, será pasible de una lectura en términos experimentales y, por lo tanto, candidato para recibir el elogio de la crítica entrenada en el reconocimiento de "revueltas estéticas”. [19] Así, las obras adquieren un nuevo aura por efecto de esta idea de experiencia (y toda su gama de conceptos subsidiarios), que las colocan en el lugar de la resistencia a la doxa social. No es difícil encontrar a la crítica, acádemica o no, entusiasmada con algún aspecto de tal o cual obra en el que se vuelve a leer el gesto liberador de un sujeto que se apropia de alguna porción del mundo para crear con él una suerte de paraíso utópico y a su medida. El control remoto, por ejemplo, alguna vez fue leído en términos de una nueva experiencia sintáctica y democratizante: el usuario iba a poder escribir su propia "película", según sus gustos y aspiraciones. Algo no muy distinto sucede con la idea de flaneur tomada de Benjamin y que, aíslada y puesta a funcionar como una máquina de producir experiencias, termina convertida en una suerte de protocolo anarco-urbanista para la creación de recorridos callejeros a contrapelo de las guías de turismo. Ni hablar del potencial revolucionario de artefactos como Internet, los blogs o los videojuegos. No se trata de negar la verdad que puedan contener tales análisis, sino más bien, al contrario, pensar que pueden ser leídos contra el fondo de un proyecto mucho más ambicioso y abarcador. Si alguna vez estas lecturas experimentales tuvieron un valor crítico, hoy podrían integrar el decálogo de cualquier marca medianamente sofisticada. Hace tiempo que las agencias de publicidad convirtieron a las gaseosas y las remeras en experiencias de transformación radical de los sujetos y su mundo. La creatividad, que alguna vez perteneció como atributo al ámbito del arte y su “bohemia”, hace mucho que se dispersó por toda la sociedad hasta convertirse en valor ciudadano. La idea del arte experimental y de la crítica como experiencia (“erótica”) tiñe ya todas las valoraciones positivas realizadas en torno a tales disciplinas desde la escuela, los medios o el mercado. El arte de la experiencia se convierte en una empresa constructiva y de gran valor agregado; en última instancia, un aporte a la sociedad (y de ahí que no falten críticos que así lo afirmen).

Frente a este panorama de experimentación leída en términos abstractos, y valorada como fin en sí mismo, cabe destacar la referencia de Adorno acerca de que “la interpretación en última instancia es la praxis quien la da.”[20] Lo interesante de esta perspectiva es que amplía las fronteras del proceso, y entonces la validez de una lectura, lejos de medirse a partir de un sujeto y su relación con cierto nicho, o recorte, del mundo, incorpora a éste dentro de los materiales a considerar. Tal vez el mundo no pueda ser abarcado por completo, pero eso no significa que todo se reduzca a experimentar con porciones tomadas en forma más o menos arbitrarias de una totalidad descartada de antemano. En todo caso, la filosofía aparece como el terreno donde se constata dicho “fracaso”, pero también donde vuelven a proyectarse eventuales soluciones. Y en ese sentido, se complejiza la idea de experiencia, ya que no se trata, entonces, de una actividad autónoma que pueda concebirse como acabada o completa en sí misma, sino que se ve afectada por determinaciones que escapan a las intenciones del sujeto y que pueden aparecer como imprevistos u obstáculos surgidos de su misma praxis.

Tal vez no resulte claro a qué se refiere Adorno con “praxis”, pero es posible pensarlo a partir de textos de Walter Benjamin como Dirección única o su libro sobre el drama barroco alemán. Por un lado, está claro que no se trata de pensar en esferas cerradas como si todo el interés sobre el drama barroco se pudiera agotar en esa experiencia (personal) que atravesaron los dranaturgos del siglo XVII mientras lo escribían. Y mucho menos, en Dirección..., pensar esferas cerradas como si fuera interesante en sí mismo destacar el interés creativo y/o lúdico de los marineros y sus curiosos relatos sobre los bares y prostíbulos de los puertos. Sobre todo, se trata, en Benjamin, de formas de pensar la cultura desprovistas de la intencionalidad (¿el aura?) con que la recubren ciertos discursos críticos. Leída como una empresa estética éxitosa, la obra de arte se convierte en la expresión acabada de la voluntad de un artista. Éste, logró su cometido de hacer tambalear los presupuestos sociales y ahora los críticos podrán situar su experimento en una genealogía de la vanguardia. La perspectiva de Benjamin es más interesante. El drama barroco es el producto de una mala lectura de la teoría aristótelica sobre la tragedia, y sus obras fundan las bases para el drama histórico moderno pero en su época jamás superaron el estigma de ser un teatro irrepresentable. Su análisis de las conversaciones de los marineros los convierte en portadores de un saber particular sobre las ciudades, producto de sus recorridos entre puertos, tabernas y prostíbulos, pero en última instancia dicho saber es el resultado de una vida consumida en las labores de la industria naviera-mercantil. Ni los marineros ni los dramaturgos barrocos pudieron gozar de crédito por sus curiosas orientaciones urbanas o sus sangrientas pseudo-tragedias. Sus experiencias involuntarias y accidentadas, inscriptas en configuraciones históricas concretas sellaron su suerte. Pero justamente por eso estuvieron lejos de ofrecer la imagen acabada y ascéptica de un arte profesionalmente experimental, de laboratorio. En ese confuso curso de la Historia que Benjamin imaginaba como una tormenta, ciertos materiales, más o menos ayudados por la destreza o la suerte, acaban por decantar bajo la forma de una obra de arte. La filosofía y crítica de Adorno y Benjamin ponen en juego esa dimensión de malentendido y postergación que hace que las obras y los críticos tengan que atravesar distintos episodios antes de reencontrarse bajo un cielo despejado. Ese ruido que se cuela en el canal de la comunicación es el mundo. Es decir, las condiciones históricas y materiales que impiden que algo así como un mensaje llegue linealmente a un receptor, y que quedan excluídas cuando lo que se pretende leer es sólo la experiencia de un sujeto y su obra, de un escritor y la página en blanco.

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De esa forma, la historia y la praxis no dejan de intervenir en las ideas de interpretación y experiencia de Benjamin y Adorno. Nunca son acciones que puedan llevar adelante los sujetos por simple voluntad. Reciben el impacto de los acontecimientos que determinan su suerte en un grado nunca del todo aclarado, y por lo tanto, aunque parciales y fragmentarios, los resultados de estos enfoques no dejan de remitir, con más o menos claridad, con más o menos interferencias, pérdidas y oscurecimientos, a la totalidad del proceso histórico en el que el sujeto se encuentra inmerso, lo sepa o no. Como mínimo, se puede pensar en una “aspiración” de eso que llamaríamos experiencias e interpretaciones, una tendencia a deshacerse de jergas, formalizaciones, lenguajes estándar y cualquier esquema que pretenda circunscribir su desarrollo a campos y elementos específicos. Lo interesante es que no se trata de una propuesta de recambio por el mero hecho de renovar las formas y experimentar algo nuevo. Es eso, pero también la adecuación con un mundo entendido como proceso en transformación, con esos materiales históricos que la filosofía no debería dejar de mostrar de una u otra manera.

Bibliografía

Adorno, T. W., ed., 1994. Actualidad de la filosofía, Barcelona : Planeta-Agostini

Benjamin, Walter, ed. 2002, Ensayos (tomos III-IV), Madrid : Editoral Nacional

Benjamin, Walter, ed. 1987, Dirección Única, Madrid : Alfaguara

Benjamin, Walter, ed. 1990, El origen del drama barroco alemán, Madrid : Taurus

Buck-Morss, Susan, 1981, El orgien de la dialéctica negativa, Madrid : Siglo XXI

Sontag, Susan, 1969, Contra la interpretación, Barcelona : Seix Barral



[1] Adorno, 1994, “La actualidad de la filosofía”

[2] Adorno, 1994, p. 74

[3] Benjamin, 2002, “Sobre el programa de la filosofía futura” (1918)

[4] Ibidem, p. 67

[5]Adorno, 1994, p. 73

[6] Sontag, 1969

[7] Ibidem, p. 17

[8] Ibidem, p 21

[9] Adorno, 1994, p. 89

[10] Adorno, 1994, p. 73

[11] p. 90

[12] p. 89

[13] p. 92

[14] Benjamin, 2002, p. 65 (el subrayado es nuestro)

[15] Benjamin, 1987, p. 27 (el subrayado es nuestro]).

[16] Ibidem, p. 85

[17] Ibide, p. 60

[18] Adorno, 1994, p. 91

[19] Aunque no nos detengamos en casos particulares, estamos pensando en los análisis realizados por Claudio Iglesias y Damián Selci en las revistas “Éxito” y “El Interpretador” sobre cierta crítica literaria argentina que parece preparada para la relectura de juegos más o menos reducidos de conceptos y estrategias literarias. En particular, “A los reales seguidores de la crítica”, revista Éxito n. 19.

[20] Adorno, 1994, p. 94

Friday, May 04, 2007

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Título: “La ida”

Autor: Carlos Gradin

1

Empezó complicado. Era una húmeda y soleada mañana de enero en la estación de trenes de Chacarita, y en el andén los pasajeros esperaban la llegada de “El Gran Capitán”, el servicio Buenos Aires – Posadas. Había familias con chicos que revoloteaban y banditas de adolescentes recostados en el piso sobre pesadas mochilas. Primero llegaron los rumores, después los empleados de la empresa y casi en seguida una cámara de televisión. Uno de los empleados recorrió la explanada y se detuvo en cada grupo de personas con la noticia de que un incendio en Corrientes había demorado el tren durante la noche. Iba a llegar con cinco horas de atraso.

Pocos meses antes había habido otro incendio. En Haedo, provincia de Buenos Aires, los pasajeros del servicio que une Moreno con la capital llevaban casi una hora de espera en una formación de vagones detenida a pocos metros de la estación. Cuando el guarda anunció con un grito que el servicio se cancelaba, los pasajeros apretujados descendieron del tren pero lejos de esperar a que otra formación los recogiera, cientos de ellos siguieron a pie. Mientras un grupo incendiaba los vagones, otro se acercó a las boleterías y transmitió la inquietud de todos por la mala calidad del servicio. Incendiaron la estación, combatieron a la policía, destruyeron dos patrulleros y saquearon negocios. Hubo 29 heridos y unos cien detenidos. Salió por televisión en directo.

En Chacarita, quizás como un eco del “caso Haedo”, los empleados de “El Gran Capitán” eran jóvenes y amables. Parecían un equipo de psicólogos conteniendo a las víctimas de una catástrofe. Tal vez lo fueran. Un periodista hablaba con los pasajeros frente a una cámara; mientras, la mayoría se disponía a esperar tomando mate en la sombra.

Puntual en su impuntualidad, el tren llegó a la hora convenida y “El Gran Capitán”, espléndido con las franjas blancas y celestes que adornaban su fuselaje, partió entre palmas y chiflidos. En poco tiempo surcábamos el campo.

2

Si alguna vez los trenes fueron símbolo de progreso, hoy su estatus es dudoso. “El Gran Capitán” hizo un último viaje en 1993 cuando la empresa concesionaria levantó el servicio de pasajeros. Las estaciones abandonadas se convirtieron en símbolo de un país quebrado y agudizaron la decadencia de pueblos en vías de desaparecer. Cuando volvió, diez años más tarde, el acto inaugural de “El Gran Capitán” tuvo un aire a reparación histórica y fue, en cierta forma, la promesa de un viaje al pasado.

En mi asiento de Turista iban un señor mayor rumbo al casamiento de su sobrino, y una abuela a cargo de dos nietas. En Zárate subieron algunos "mochileros", los únicos en el vagón. Venían de Mendoza, habían comprado pasajes para ir parados y se quedaron dormidos bajo los asientos. Los empleados del tren recorrían el pasillo con sus uniformes azules y morados, y eran una cruza rara entre vendedores ambulantes y azafatas. Cuando ofrecían sandwiches y bebidas a precio razonable, exageraban el gesto de complicidad. Parecían nerviosos.

La tarde caía cuando pasamos a Entre Ríos. Podíamos ver el interior de las casas al costado de la ruta, iluminadas apenas con lamparitas. Podíamos sentir el olor a pasto y animales, y el crujido de los grillos que salía de las zanjas. Sonaba una radio con los más votados, y desde el fondo una guitarra en otro vagón con un coro fantasmal. Empezó a garuar. Era el trance del tren del que hablan los viajeros. Sin luz para leer, sin conversación -la abuela dormía, con el hombre mayor nos entendíamos sólo de a ratos-, me puse el discman que no filtraba los martillazos de la maquinaria. La ventana mostraba algunas estrellas entre los matorrales, y así, desplomándonos sobre los ríeles, retumbando en la noche, seguimos nuestra marcha amparados por el aura de autoridad de “El Gran Capitán".

3

Lo supimos al amanecer. Íbamos más despacio. En algún momento de la noche habíamos entrado en Corrientes y faltaba poco para que el sol empezara a horadar la carrocería de nuestro tren. Se caía el cronograma. A menos de dos horas del horario de llegada, faltaba atravesar una provincia entera: y el paisaje, de un verde más claro que Entre Ríos, parecía desgastado por el sol, pero sobre todo se deslizaba por las ventanillas a una velocidad aún menor que antes.

Los ríeles. El calor los dilataba y había que bajar la velocidad para evitar el descarrilamiento. Corrió la noticia desde el vagón de los empleados, que no aparecieron hasta más tarde. Se los veía notablemente cansados mientras revisaban la formación desde el andén en las paradas prefijadas. Villaguay, San Salvador, Federación. Podíamos ver el campo correntino parcelado en corrales donde pastaban cebúes, entre lagunas como charcos, plantaciones tal vez de té, bosques ordenados en hileras perfectas. Manchones amarillos y naranjas, relucientes. Era preocupante. No el paisaje, sino la nítidez, el detalle con que lo percibíamos. Desde la ruta, a escasos metros de las vías, nos llegaba el saludo de los camioneros. Hacían sonar la bocina mientras pasaban de largo junto a la formación, esa cansada maquinaria que nos arrastraba, y agitaban el brazo como si se solidarizaran con una huelga o una manifestación.

Cuando parábamos en las viejas estaciones de los pueblos, se desprendían del tren decenas de pasajeros sofocados con envases vacíos en busca de mangueras donde cargar agua. Los tanques de ”El Gran Capitán” duraban poco, y con el correr de la tarde hasta los empleados, con sus uniformes arremangados, hacían cola en las mangueras para tirarse un chorro en la cabeza. O compraban una gaseosa de marcas locales a las señoras y chicos que se arrimaba a la estación; había helados y milanesas, también. Pero no todas las paradas eran seguras, y empezó a correrse otra bola de alguien que no había hecho a tiempo. Fue tema de reflexión y charla la imagen del pasajero, sólo, sin bolsos ni amigos, parado en la vía mientras el tren lo dejaba en un pueblo de la llanura correntina. Y en algún punto, después de Paso de Los Libres, los empleados retomaron la labor de contención psicológica. O lo intentaron.

4

Al principio fue como un rumor. Después se afirmó y en un segundo pasó a ser una gran oleada de golpes que retumbaban contra el fuselaje, una batucada mezclada con cantitos. Se había parado el tren. Llevábamos más de veinticuatro horas de viaje, y la tarde prometía alargar la cuenta de horas excedidas del chistoso cronograma inicial. “¡Polaco mentiroso!”, gritó un chico por la ventanilla. Afuera, bajo el sol, un rubio empleado del tren revisaba las vías. No se inmutó, y cuando se fue, el flaquito agitador y su hermano volvieron a la percusión. Durante el día, se habían cansado de cazar chicharras al vuelo, y de apretarles las alas para que sonaran como sirenas anti-bombardeo. A esa altura, se habían convertido en la vanguardia del vagón y sumaban apoyos para la protesta mientras llegaban ecos de tumulto y más percusión desde otros vagones.

Estábamos en medio del campo. No se descartaba una operación al estilo Haedo, con la estación en llamas sólo que nadie parecía muy seguro de en qué dirección caminar. Después de un rato, el tren arrancó otra vez. Aparecieron los empleados para conversar acerca de las vías, y negociaron un cese del reclamo con un nuevo horario de llegada y poco más. Tenían cierto carisma. El “Polaco”, cancherito, ponía cara de asombro. Le recriminaban la lentitud y respondía que viajábamos sobre vías con una larga, larga historia a cuestas. Un viejo casi se le tira encima, y el “Polaco” optó por escapar a otro vagón. Los chicos de las chicharras, trepados al portabolsos, pedían piquete y no paraban de reírse. Se bajaron, al final, pero con gran escepticismo.

Otra vez se hacía de noche. Soplaba un viento fresco y empezamos a ganar velocidad. Íbamos dejando atrás los pueblos del norte de Corrientes, Alvear, Santo Tomé, y enfilábamos hacia Posadas con el pronóstico de un arribo pasada la medianoche.

5

Di una vuelta a ver si me enteraba de algún dato sobre Misiones. Eso tenía en mente cuando tomé el tren. Con un día de viaje (y ya íbamos treinta horas) supuse que iba a terminar charlando con otros turistas, y que no sería difícil enterarme de cuál era la Meca del viajero en la provincia (no las Cataratas, por supuesto). Tenía una pila de folletos, además, que me habían dado en la Oficina de Turismo, pero no los había abierto, así como no había salido a recorrer los demás vagones en busca de otros viajeros, como yo, con un mes para gastar en albergues sórdidos y campings paradisíacos. Mi plan había sido olvidarme. Dejar fluír el tiempo. Lo había logrado gracias a las historias de las nietas de la abuela que iban al lado nuestro. Su charla giraba alrededor de dos o tres chicos de la escuela, y se dilataba y repetía hasta acoplarse con el paisaje de la ventanilla. En eso se me había ido el primer día. El segundo, entre el agite y varios litros de agua tomados en el estribo del vagón. Las ramas de los árboles acariciaban el fuselaje, y también era hipnótico, pero reaccioné unas horas antes de llegar, y me fui a dar una vuelta.

En el Pullman, el aire acondicionado se había apagado cuando salimos de Capital. En algún asiento no muy alejado, se decía, iba la novia del chico que no había vuelto a subir al tren esa mañana. La historia era cierta, me di cuenta, y llegué a ver a un grupito de mujeres sentadas alrededor de otra con actitud consoladora. Había muchos mochileros, grupos de amigos, parejitas, artesanos, músicos con guitarras. El “Polaco” era bien recibido en esa parte del tren, también Turista. Se llamaba Nico, y fumaba siguiendo por arriba un partido de truco; cada tanto salía a cumplir con alguna tarea. Estaba lejos de aparentar poder de decisión alguno sobre la suerte de "El Gran Capitán", parecía más bien el maître de un hotel abandonado por sus dueños. Seguía firme en su puesto, de todas maneras, y su actitud era vagamente heroíca.

También estaban los mendocinos. Habían dormido en el piso, pero después consiguieron dos asientos y se turnaban entre los tres. Eran una chica y dos amigos. Estaban agotados como casi todos, y cuando les pregunté qué pensaban hacer en Posadas, me respondieron que no sabían. En principio, llegar. Había rumores de que el camping estaba cerca del centro, y de que el centro no estaba muy lejos de la estación de trenes. Nada firme, pero a esa altura esas eran palabras mágicas que auguraban la Tierra Prometida. Faltaba poco. Fui a buscar mi mochila, y me despedí de la abuela, las nietas y los demás. Cuando volví al pasillo con los mendocinos, por las ventanillas se veía gente caminando por una zona de quintas. Después los suburbios. “El Gran Capitán” era puntual, otra vez, en su impuntualidad.

6

De la estación a la costanera de Posadas, una caravana de acampantes, mochileros, artesanos, una nube de lentas mochilas que bajaba por una calle oscura y arbolada. Éramos la fracción del Camping Municipal, la que no siguió el dato de otra fuente que había recomendado un oscuro paraje, tal vez gratuito, en las afueras. Allí íbamos entre paradas en bares y artesanos que empezaban a tirar paño en la vereda, y perdí a los mendocinos mientras pasaba al frente de la columna; había espíritu de grupo porque éramos los únicos que arrastraban mochilas en esa gran terraza sobre el Paraná que era la costanera Cientos de personas escuchaban música y tomaban sangría bajo los faroles, apoyados contra el capó de los autos. Nos animaban, como los camioneros de la ruta. Al final de la avenida, decían, van a ver el camping."

Carlos Gradin

Tuesday, March 20, 2007

Arte en la oficina

Se presenta una muestra de arte plástico en Montserrat. ¿El lugar? El viejo Edificio Perú, en Perú 84 casi Avenida de Mayo.

Allí, frente a la boca del subte, en una oficina del sexto piso funciona desde marzo de este año un curioso experimento artístico, la "Oficina de Proyectos". Sus organizadores la definen como una plataforma de expectativas y deseos de hacer cosas. Con esto en mente, transformaron el único ambiente de la oficina en una sala de exhibición de obras, y convocaron a artistas interesados en experimentar un nuevo formato de galería o salón de arte.

Los responsables de la Oficina son Sonia Neuburguer, Pablo Caracuel y Alejo Rottemberg. En marzo de este año cada uno de ellos presentó una obra propia que conformó la muestra inaugural de la Oficina. Allí pusieron a prueba las virtudes del espacio, una sala pintada de elegante blanco con un enorme ventanal que deja entrar abundante luz y sonido ambiente de la city porteña. Fueron pocas obras, en sintonía con el lugar cuya propuesta apunta a un recorrido breve. La Oficina se inscribe en un género hasta ahora poco explorado en materia de galerías, pero que remite en literatura al cuento breve y el haiku, y en música a las canciones fugaces del punk rock . Todo eso, sin olvidar el edificio que le sirve de marco. El Edificio Perú, con su ascensor central y sus pasillos en penumbras después de las seis de la tarde, parece el escenario de un policial negro que es una lástima que no se haya filmado.

Ya hay varios artistas anotados para exponer en la Oficina. El viernes 7 de abril se presenta una muestra de Cristina Coll, con el título “Una gran pintura y un pequeño dibujo”. Para junio está programada la presentación del bazar Arte Chacra. “La idea es intervenir parte del espacio – dice Alejo Rottemberg -, que haya una especie de reapropiación del lugar por el artista. Que cada muestra a su vez funcione como una obra.” Grandes ambiciones sin importar el formato.

Sunday, February 25, 2007

Literatura del siglo XIX
Práctico: Emilio Bernini

Carlos Gradin


Saudades de Paris


“Creo en las pistas de aterrizaje olvidadas de Wake Island, señalando a los Pacíficos de nuestras imaginaciones.”
J. G. Ballard, “En qué creo”

I
La modernidad, según coinciden muchos de sus críticos, tuvo una de sus primeras y más precisas formulaciones en el artículo de Baudelaire sobre Constantin Guys, publicado por primera vez en 1863. En la obra de este dibujante, publicada sin firmar en los periódicos de la época, Baudelaire dice encontrar un nuevo tipo de belleza ignorado por los artistas más reconocidos del momento. Se trata de una belleza particular que es posible captar en lo transitorio y cambiante de las formas exteriores de la vida social, en los vestidos, el maquillaje o las costumbres. Baudelaire reivindica estos elementos como una fuente desaprovechada por el arte clasicista, dedicado a reproducir no sólo las técnicas sino también los temas de los grandes artistas de la antigüedad. Baudelaire habla de pereza, y la confronta con el esfuerzo “heroico” de Constantin Guys y sus intentos por captar, en sus retratos de la vida cotidiana, la forma específica de la belleza contemporánea.
Pero esta belleza moderna no ingresa sola a la esfera del arte, no se la puede concebir como un conjunto de rasgos hasta ahora "invisibles" para el ojo de artistas y público. No sería sólo eso, sino también el resultado de una práctica particular llevada adelante por un nuevo tipo de sujeto encarnado en la figura de Guys. Baudelaire habla de un "espíritu analítico” , y sus palabras tienen un aire programático e inaugural. Como diría Rimbaud, años más tarde, "Hay que ser absolutamente modernos".
Es posible, entonces, leer en este texto de Baudelaire, y siguiendo a Foucault, una teoría de la modernidad entendida en términos de una práctica o "actitud" . Ese sujeto lanzado a captar lo moderno, reúne en sí los rasgos del artista y del filósofo al tiempo que habilita un nuevo rol para su producción como "crítica permanente de nuestro ser histórico” . En ese proyecto estarían inscriptos tanto Guys como Baudelaire.
En este trabajo pretendemos analizar de qué manera se articula esta función crítica del discurso sobre la modernidad con un elemento central de la poética de Baudelaire como es el de la dialéctica entre el spleen y el ideal. Es decir, cómo se construye esa práctica abocada a la captación del presente, transitorio y fugaz, desde un sujeto cuya experiencia del mundo está atravesada por una tensión constante entre la utopía de paraísos artificiales y el violento desengaño. En ese horizonte ambivalente se encuentra, tal vez, el potencial crítico de la obra de Baudelaire.

II
Es interesante que en el artículo de Baudelaire, la descripción de la figura de Constantin Guys ocupe un lugar casi tan extenso como el dedicado a su obra. Se podría decir que el artículo más que describir las características principales de esa nueva materia que recibe el nombre de modernidad, busca una forma de anclaje desde la cual hacerla visible y que ese anclaje está dado por la figura de Guys cuyos rasgos particulares lo convierten en un testigo privilegiado y, sobre todo, en un cicerone, quizás involuntario, capaz de hacer de guía para los recién llegados a este nuevo territorio del arte.
A la hora de describir las imágenes de Guys, Baudelaire habla de una “fecundidad” cargada de sugerencias; se siente, dice, incapaz de dar cuenta de ella, de "traducirla" más que insuficientemente. Aunque Guys logre "extraer lo eterno de lo transitorio" , Baudelaire emprende un paseo, como al azar, por algunas de sus obras, y más que hallar la esencia de la modernidad, divaga a través de las imágenes. Son el punto de partida para reflexiones y apuntes sobre los estilos de la vida social contemporánea.
Los dibujos de Guys están "llenos de sugerencias" , dice Baudelaire, y sus características deben ser leídas por el espectador colocado, entonces, en una posición análoga a la del artista (“... un traductor de una traducción siempre clara y embriagadora” ). Pero las obras de Guys pasan por la pluma de Baudelaire, y pareciera que el crítico estuviera dispuesto a seguir por siempre con un comentario sin final a la vista. Cada obra de Guys dispara múltiples temas, desde el dandismo como religión y búsqueda de una originalidad absoluta, hasta el elogio del maquillaje que se convierte en una teoría del arte como anti-naturaleza. La modernidad se diluye en una variedad de situaciones y personajes y, como dice Foucault, pareciera entenderse mejor como actitud, como la manera en que ciertos sujetos se instalan en su contemporaneidad. Esa actitud sería el único rasgo generalizable de la modernidad, una voluntad por situarse en el presente pese a lo fugaz y pasajero de modas y costumbres, una mirada que encuentra poesía en figuras como el dandy y su mundo próximo a desaparecer.

III

Pero la figura de Guys es, también, inasible. Poeta, novelista, filósofo, dandy y flanêur son algunas de las categorías con que Baudelaire intenta definirlo. Guys es un ilustrador que trabaja para los periódicos, por lo que la modernidad surge por fuera del circuito de circulación del arte y está encarnada en un personaje que no responde a su lógica del reconocimiento. Baudelaire lo presenta como la antítesis del artista dotado de una destreza técnica, ya que Guys no sabe pintar, en el sentido de que domina su arte gracias a un esfuerzo auto-didacta al que el poeta califica de heroico.
Artistas, dice Baudelaire, son los especialistas, abocados a su trabajo desde un exilio al margen de problemas morales y políticos. Frente a ese aislamiento, la figura de Guys surge como la del hombre de mundo, cuyo rasgo principal es la curiosidad. Baudelaire lo asocia con el niño y el convaleciente, con formas de la ebriedad resistentes al embotamiento o saturación de los sentidos. El hombre de la modernidad es el cosmopolita, el dandy, conocedor del "mecanismo moral del mundo" , dispuesto y ansioso por hacer frente a la marea de experiencias del presente.
A su vez, Baudelaire distingue a Guys del dandy en un aspecto. Habla, en el caso del dibujante, de una “pasión insaciable” , una afición por nuevas experiencias que nutren su arte y que en el dandy quedan atenuadas bajo la máscara de la impasibilidad que lo constituye como “personaje”.
Sin embargo, Baudelaire no sitúa el trabajo del artista en el seno de ese mundo en constante movimiento que constituye su hábitat. La escena del trabajo creador es la soledad de la noche, mientras la ciudad duerme. El artista se debate entonces, según Baudelaire, en un duelo entre la “voluntad de verlo todo, de no olvidar nada, y la facultad de la memoria que ha adquirido el hábito de captar vivamente el color general y la silueta." “El genio –dice Baudelaire- no es otra cosa que la infancia recuperada a voluntad.”

IV

Esta definición de la modernidad la plantea como el resultado de una praxis. Es, según Baudelaire, tanto un recuerdo del presente como una síntesis, una re-escritura a partir de la propia experiencia. No habría un registro directo de lo contemporáneo, sino una reelaboración que no deja de lado “… la exageración útil para la memoria.”
En este sentido, es interesante comparar las formas en que esta captación de lo moderno aparece analizada en Baudelaire y Benjamin. Si en el primero lo moderno ya aparece como el resultado de una búsqueda, el segundo refuerza la presencia de esa brecha que separa al sujeto de su experiencia, e introduce nuevas mediaciones como el concepto de shock.
Con este concepto se refiere al desfasaje entre la realidad y la capacidad del sujeto de procesar los estímulos que la conforman. El predominio absoluto del shock llevaría a la imposibilidad para el sujeto de reconstruir el relato de lo vivido, que, por lo tanto, queda fijado de manera arbitraria en su conciencia. Habría, según Benjamin, un rasgo heroico en la manera en que Baudelaire logra extraer, pese a todo, un registro poético de la confrontación con esa ciudad inmersa en el capitalismo en ascenso. Su escritura estaría siempre a punto de tornarse imposible, y de ahí la proliferación de figuras en sus poemas que alegorizan sobre el fracaso y la derrota, desde el albatros, en Las flores del mal, exiliado del cielo en la cubierta de un barco, entre marineros hostiles, hasta la figura del viejo saltimbanqui, en El spleen de Paris, que evoca al “… viejo poeta sin amigos, sin familia, sin niños, degradado por la miseria y la ingratitud pública."
En la lectura de Benjamin, el recuerdo de lo moderno ya no es voluntario. No podría serlo en las condiciones históricas que el propio Baudelaire dejar entrever en su literatura. A la manera de Proust, dice Benjamin, el recuerdo es una actividad que no depende de la voluntad absoluta del sujeto. Participa, en cambio, de un más allá que abarca la totalidad del mundo, y donde se juegan las posibilidades de una recuperación del pasado.
Benjamin adopta la idea de Baudelaire de lo moderno como recuerdo del presente, y la complejiza con aportes del psicoanálisis y del materialismo histórico. La evocación de lo moderno se da, así, dentro de un margen indeterminado, en donde la forma del pasado (y del presente) aún no se ha fijado para siempre, pero pervive amenazada por configuraciones materiales que implican una amenaza para ella, es decir, para la posibilidad de recordar, de inscribirse como sujeto en cierto marco de referencias, un mapa para la experiencia.
Baudelaire surge en la lectura de Benjamin, como el personaje indicado para hacer frente a ese contexto de crisis ("La psiquiatría sabe de tipos traumatófilos” ). Es el indicado y a la vez cumple el papel de víctima necesaria; ese es "... el precio al que puede tenerse la sensación de lo moderno: la trituración del aura en la vivencia del shock.”

V
La modernidad estaría determinada y constituida por una brecha que la separa indefinidamente de sí misma. Baudelaire describe al artista por la noche, cuando regresa a su habitación para dedicarse al trabajo de plasmar en papel las imágenes que su memoria ha capturado durante el día. Esa distancia que lo separa del ruido y la confusión lo aleja, por un lado, de su objeto, pero es también el factor que le permite dar cuenta de él; se trata, según Baudelaire, de un “arte mnemónico” .
En este sentido podemos pensarlo como un proceso análogo a los que Agamben describe en Estancias en diversos ámbitos de la cultura, que abarcan desde las teorías médicas medievales sobre el “melancólico” hasta Freud y su teoría del fetichismo, pasando por la lírica stilnovista y el dandy del siglo XIX, entre otros. Lo que Agamben describe son estrategias desplegadas en contextos diversos cuyo resultado es la apropiación de un objeto imposible o fuera del alcance del sujeto. Es la actitud del melancólico que, de acuerdo con el psicoanálisis, no debe su malestar a una pérdida concreta como en el caso del luto por la muerte de un ser querido.

“... el retraerse de la libido melancólica no tiene otra meta que la de hacer posible una apropiación en una situación en la que ninguna posesión es posible (...) la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.”

Mediante este proceso el sujeto logra crear las condiciones para relacionarse con un objeto, pero de forma más compleja que la mera representación. Es posible incluso desconociendo su forma, e incluso aunque se desconozca la posibilidad de que el objeto exista, o haya existido como tal. Lo que se haría presente, mediante esta "capacidad fantasmática", no es el objeto en sí, sino su pérdida. Se llega así a la paradoja de reclamar no el objeto, sino el hecho de haberlo perdido, una posesión que se afirma y al mismo tiempo se declara imposible. Es, como dice Agamben, una escenificación, un simulacro que logra evocar el objeto mediante un fantasma y que es, como tal, inasible, pero que presenta una ventaja importante respecto de cualquier forma de representación, sometida a las leyes de la copia y la falsificación. El fantasma se afirma como ausente, pero conlleva en sí el eco de una posesión proveniente del pasado y que, proyectada en el futuro, se convierte en la promesa de un reencuentro. Se trata, entonces, de una forma de convivir con aquello que de otra manera se mantendría inalcanzable.
Pensada en estos términos, la distancia de la que hablábamos, entre el artista y la modernidad, adquiere un nuevo sentido. Es un proyecto, un acercamiento indefinido, un intento siempre renovado y en cierta forma utópico de hallar, alguna vez, un “nuevo” espacio de convivencia con el objeto. El fetichista no reemplaza el objeto de su deseo por una versión degradada, o incompleta; utiliza ésta, en cambio, para mantener abierta la posibilidad de la satisfacción, para ensayar infinitas formas de satisfacer ese deseo imposible ("... el fetiche no es de hecho un unicum irrepetible, sino que es, por el contrario, algo sustituíble hasta el infinito, sin que ninguna de sus sucesivas encarnaciones pueda nunca agotar completamente la nada de la que es cifra.” )
Es posible entender la teoría del fantasma de Agamben, desde la teoría de la traducción de Benjamin, en cuyos textos se inspira el italiano. Esa brecha imposible de salvar está presente en la idea de Benjamin de una proliferación de lenguas, de modos diferentes de nombrar el mundo, que sería la marca constitutiva de la manera en que el hombre se relaciona con lo que lo rodea. Asumiendo la imposibilidad de acceder a una lengua "original", una lengua autorizada como parámetro para traducir la multiplicidad de las lenguas humanas, Benjamin concibe la tarea del traductor como una operación formal, no capaz de transmitir un sentido, sino más bien de contrastar la diversidad de formas en las que dicho sentido vuelve una y otra vez a escaparse. No se traduce, desde este punto de vista, para comunicar algo, sino para situarse en la propia lengua a partir de las diferencias que surgen respecto de las otras. No podría haber traducción sin cierta forma de violencia, en el sentido de un efecto desestabilizador generado por la lengua de origen en su intento por amoldar la lengua de llegada a la de partida.
La tarea del traductor no es, entonces, salvar distancias, sino exhibirlas. La traducción se sostiene como intraducibilidad, desmitifica las pretensiones de validez universal, deja abierta, protege, la posibilidad de nuevas re-escrituras.
En este sentido puede volver a pensarse el trazo “bárbaro” e “ingenuo” del pintor de Baudelaire. Como ya vimos, no habría un objeto propiamente moderno, sino experimentos, ensayos que refieren no tanto a lo moderno en sí, sino a cierto tipo de relación entablada entre el artista (el poeta, el dandy, el flanêur) con los materiales a su alcance. Una interrogación en la que el sujeto hace participar tanto a sí mismo y la historia de su propia constitución como “el modo de ser histórico” del presente.

VI
“Estas noches modernas – dijo Pieretto – son viejas como el mundo.”
El diablo sobre las colinas, Cesare Pavese

Teniendo en cuenta esta idea de la modernidad como experiencia del presente, siempre postergada, inasible y en riesgo de volverse imposible, se pueden leer los poemas de Les fleurs du mal y Le spleen de Paris, como parte de una misma poética o proyecto presentado en el artículo sobre Guys, y que Benjamin retoma para su análisis de la obra de Baudelaire. Si, como dijimos, la modernidad es el resultado de una operación sobre ciertos materiales (una traducción), nos encontramos con un sujeto que se sumerge en la modernidad como un exiliado para el cuál el mundo aparece bajo el signo de lo nuevo y lo desconocido, y que, por lo tanto, debe realizar el esfuerzo heroico de situarse en él con las armas de una tradición en vías de desaparición.
Los poemas de Baudelaire transmiten la sensación de una época de crisis, de la inminencia de la catástrofe. En ellos no aparecen menciones directas a lo que constituiría la “escena” moderna, la moda en su instante de esplendor actual, pero sí infinidad de imágenes que muestran el efecto del tiempo sobre personas y objetos.
Surgen como interrupciones que se recortan, como en el poema "Les sept viellards", contra el fondo de la "Hormigueante ciudad" , y capturan la atención del poeta, indescifrables como el saco "bordado de flores o jeroglíficos" de una de las viejitas que recorren la ciudad y a las que el poeta mira pasar.
Por otra parte, también aparecen en estos textos una figura del extranjero como una versión extrema del artista “cosmopolita” del artículo sobre Guys. Es el personaje del primer capítulo de Spleen de Paris, que horroriza a su interlocutor con respuestas que lo colocan en un exilio irreversible, y cuyo único interés son "las nubes que pasan (...) las maravillosas nubes."
Lo anacrónico y lo extranjero como parte de la sensibilidad de la modernidad, ya aparecían en el artículo sobre Guys, pero en los poemas de Baudelaire llegan a adquirir la forma del horror y lo monstruoso. En "Un voyage à Cythère", un viajero hace el relato de su visita a la isla de Afrodita, "Eldorado banal de todos los viejos solteros" . Si la experiencia de la modernidad, como habíamos dicho, aparece con la marca de una escisión, esta vez la distancia se hace presente en la imagen siniestra de una isla que cumple con todas las promesas que formula su leyenda, pero que dobla, además, la apuesta con el agregado de un cadalso en el que cuelga muerto un ahorcado en cuya figura el viajero descubre una alegoría de sí mismo.
La modernidad, entonces, como proyecto, como poética o programa de acción, adquiere un aire cínico (“Hay que ser absolutamente modernos”). Es la invitación a un viaje y una maldición; una forma de sensibilidad híperdesarrollada por lo nuevo y más característico del presente forjada al calor del desengaño y el gusto por lo anacrónico. Es, otra vez, un programa escindido como las lenguas en la teoría de la traducción de Benjamin. La imagen de la modernidad se escapa montada en la fugacidad de lo actual, y el programa que invitaba a captar su esencia se convierte, entonces, en la persecución del absurdo, la constatación de que el sueño de vivir en ella es, en última instancia, imposible. Lejos de la piedad cristiana, alguien o algo parece reírse de los hombres detrás de cada poema de Baudelaire.

VII

Llegados a este punto podemos preguntarnos, nuevamente, en qué consiste la modernidad. Como dijimos, puede pensarse como una crítica de lo contemporáneo, en el sentido en que Baudelaire hablaba del pintor de la vida moderna como una especie de filósofo. La modernidad no estaría nunca en las obras "actuales", sino en la manera en que los sujetos las “leen”, y en la búsqueda que emprenden por extraer de ellas algo así como una esencia, lo propiamente "moderno" de su tiempo. La modernidad sería ese afán de interrogar el presente, que es también un interés de los sujetos volcado sobre sí mismos. Una máquina generadora de distancias puesta a trabajar contra el fondo del pasado; contra el respeto por lo heredado saca a relucir la fascinación por lo nuevo.
Hace un tiempo, el poeta Cristián De Nápoli se preguntaba en una columna por la creciente aparición de blogs literarios en Buenos Aires, y la idea, que alguien formulara, de que la revista literaria estaba en vías de extinción. "¿Cómo puede matar el blog a la revista de poesía" - decía De Nápoli – "Si la mayoría de los blogueros son pichones de Baudelaire escribiendo la “Pobre Bélgica" de la última vez que salieron a la calle.”
El gesto sería el del viaje de Baudelaire a Bélgica, la impugnación de la vida cotidiana de los belgas, el arte de la injuria. De Nápoli rechaza una crítica, la de los blogs (según su punto de vista) que se clausura en sí misma, que configura formas de enunciación unipersonales cuya circulación sería mayormente endogámica. Ejercicios, entonces, de micro-denuncias sobre el estado de cosas, crónicas del hastío, sensibilidad camp, náusea, spleen.
Hay más gestos en el arsenal de Baudelaire, pareciera decir De Nápoli, que el simple snobismo, más o menos estratégico, de denunciar el tedio y el absurdo. La potencia de su crítica, no está sólo en la impugnación de Pobre Bélgica, sino en algo más complejo, tal vez equívoco, como en el poema de la isla de Cythères: la afirmación a un mismo tiempo de las dos facetas de la experiencia, la inmersión en el sueño y el despertar violento, en otro orden, spleen e ideal. La crónica de un viaje que se convierte, además, en una invocación de la muerte: “Este país nos aburre, Oh Muerte, ¡aparejemos!” Creer, pese a todo, en los paraísos legendarios y destruirlos, pese a todo, cada vez que se vuelvan demasiado reales.
Los poemas de Les Fleurs du Mal están atravesados por estas tensiones. Pueden leerse en ellos situaciones, encrucijadas en las que chocan los sueños e ideales con las formas, infinitas, de su imposibilidad. En "L´Irremediable" están las imágenes de un ángel atrapado en un remolino, o de un barco encallado en el polo, proyectos que fracasan. Pero tal vez los más significativos en este sentido sean poemas como "Les sept viellards", en los que se da una experiencia que es a la vez monstruosa y placentera ("Bendecido por el misterio y por el absurdo" ). Tal vez a eso se refería Benjamin con el gesto heroico de Baudelaire, a ese tono de combate con el que están escritos los poemas, como si la escritura estuviese sometida a infinidad de obstáculos, como una promesa siempre a punto de ser traicionada. O mejor, al gesto obsesivo de encontrar cierta forma de belleza incluso en esas viejas, en ese resto anacrónico de la ciudad. Las ruinas serían los más refinados y modernos souvenirs del presente.

VIII

En Pobre Bélgica, en cambio, no hay desengaño; en realidad, nunca hubo ideal. Los apuntes de Baudelaire son variaciones sobre “lo belga”, cuya principal cualidad es la de ser inmune a las ideas, la sensibilidad, el gusto por la belleza. Bélgica es, para el escritor, una caricatura de los ideales republicanos de la Revolución Francesa, un infierno de sentimientos gregarios, donde proliferan las sociedades y los mítines, y donde el espíritu de igualdad democrática llega al extremo de volver inconcebible la figura del Gran Artista. Allí donde parece reinar una conciliación obligatoria, una resolución pacífica de todas las contradicciones, Baudelaire no encuentra más que material para el rechazo, basura. El spleen de Bélgica se halla desprovisto de toda ilusión, como si fuera inconcebible una invitación al viaje y solo fuera posible la integración en la entusiasta comunidad de camaradas que Baudelaire describe y encuentra tan siniestra.
Bélgica, con sus calles monótonas y sus habitantes que desconocen el arte de caminar entre la masa, con sus mujeres que rechazan todo galanteo y sus hombres crédulos que no captan ninguna de las ironías de Baudelaire, implica la muerte del flanêur y del dandy. En Paris, estas figuras, como la del poeta, tal vez sufrieran el impacto de la nueva época, que terminaría por socavar su hábitat, pero aún allí podían encontrar un espacio para subsistir o, al menos, desaparecer con elegancia. La Bélgica de Baudelaire no deja margen para el Artista. No es que sufra la violencia del mercado, la moda y sus nuevas formas de crueldad, sino que el Artista, como tal, resulta en Bélgica inconcebible, imposible de imaginar en sus propios términos y, por lo tanto, imposible de concebir como una pérdida (melancolía, spleen) o una utopía (ilusión, ideal).
En Bélgica no existe la modernidad que Baudelaire concibió. Existe otra modernidad que es una versión deforme y monstruosa de la suya, una afirmación alegre y optimista para la cuál no tienen cabida las tensiones entre lo bello y lo repulsivo, lo nuevo y lo anacrónico, el spleen y el ideal.

IX

Pobre Bélgica es, entonces, una oda a Paris, esa tierra de ruinas y leyendas de la modernidad. La injuria fue, para Baudelaire, una forma de elogio.

























BIBLIOGRAFÍA

Agamben, Giorgio, 2002. Estancias, Madrid : Editora Nacional
Baudelaire, Charles, ed., 1987. Le spleen de Paris. Paris : Flamarion
Baudelaire, Charles, ed., 1987. Le spleen de Paris. Paris : Flamarion
Baudelaire, Charles, ed., 1999. Pobre Bélgica, trad. Luis Echávarri. Buenos Aires : Losada.
Baudelaire, Charles, ed., 2004. Les fleurs du mal. Barcelone : Foliopus
Baudelaire, Charles, ed., 2006. “Le peintre de la vie moderne” en http://www.livrespourtous.com
Benjamin, Walter, ed., 2002. Ensayos, tomos II y IV. Madrid : Editora Nacional
Benjamin, Walter, “Zentral Park” en Walter Benjamin. Cuadros de un pensamiento. Buenos Aires : Imago Mundi.
Foucault, Michel, 1996. ¿Qué es la Ilustración? Buenos Aires : La Piqueta