Mi nombre es María José A. y lo que voy a contar es real. Me ocurrió a mí, aunque con tal de olvidarlo daría cosas que no tengo— sé muy bien que no voy a poder. Para mí olvidar es un sueño, una ilusión que me mantiene con vida. Hay muchos que se despiertan cada día y se preguntan si la decisión del día anterior -no matarse-, no fue imbécil. Yo soy más miserable. Quiero olvidar, y ya dije que no puedo. Por las noches sueño con arrancarme la piel, con cortar los nervios que me hacen sentir. Despierto entre espasmos, las contracciones me fulminan. Las caricias me dan terror. Me queda poca esperanza.
Dije que no puedo olvidar. Por eso vine a este juzgado. No pido nada, sólo justicia. Y si no la consigo, venganza. Quería aclar esto. (…)
Entré a la guardia del Hospital Italiano el 30 de julio de 1980. Eran las 18.45hs. Me llevó una ambulancia que pasó a buscarme por mi casa. Estaba sola, porque vivía sola en esa época.
Me había levantado temprano para estudiar para un exámen. Todo el día me sentí mal, mareada y dolorida. Desde días antes había estado descompuesta, y pensaba consultar a un médico en cuanto pudiera. Empecé a vomitar a eso de las tres. Ya muy débil llamé a “Emergencias“ de la obra social. Esperé al médico como me dijeron.
El médico llegó enseguida. Cuando me revisó, me tocó el abdómen y su diagnóstico fue inflamación de apéndice. Tenía que llevarme al hospital. Fuimos en ambulancia, y en el hospital me dijeron que iban a operarme. Firmé la autorización y me pidieron que me desvistiera. Me dieron un delantal y me dijeron que me recostara. Peritonitis. En cuatro o cinco minutos estaba lista para el quirófano. Sé quienes fueron los médicos, el cirujano Diego R. y el anestesista Bruno G. (…)
El descubrimiento de la anestesia general sucedió en el "lejano" oeste de Estados Unidos. Horace Wells, un dentista, notó que en una feria un voluntario inhalaba óxido nitroso (éste era su único uso conocido hasta entonces: inducir estados de risa incontrolable), sin mostrar ningún tipo de reacción dolorosa, ni siquiera. al golpearse una pierna con una silla, en medio de sus crisis hilarantes y a pesar de que la herida sangrara abundantemente. (…)
La anestesia que se usa en las cirugías de abdomen consiste en un cóctel de gases. Dos son los principales. Uno, relaja los músculos del paciente y le provoca un bloqueo en la transmisión neuromuscular. Sencillamente, le induce una parálisis. Obliga a asistirlo mediante un respirador artificial, pues de lo contrario moriría por asfixia. El otro gas es el fármaco propiamente anestésico. Halotano, isofluorano, óxido nitroso, son algunos entre los más conocidos. Éstos provocan estados de inconciencia y logran que la información sensorial no se transmita hasta el cerebro. Los gases se almacenan por separado, y depende de los médicos administrarlos en cantidades adecuadas. Si uno de los gases falla, el efecto se desmorona.
Se puede inducir la parálisis muscular y no suministrar el gas anestésico. En este caso el paciente retiene su capacidad de sentir. No puede moverse, ni ejercer fuerza con ninguno de sus músculos. No puede abrir los párpados, mover la lengua o contraer las cuerdas vocales. Pero puede oír las conversaciones de los médicos en el quirófano. Puede sentir el algodón con desinfectante que una mano le aplica con energía en la panza. (…)
Yo escuché a un médico preguntar si la anestesia estaba lista. Podemos empezar, dijo otro. Quise gritar.. Sentí el pinchazo en el abdomen y traté de llorar, pero no pude. Sentí cómo se degarragaba mi interior. Cada tajo que me recortaba. Las tijeras me arrancaban pequeñas porciones del cuerpo. Extraían mi apéndice mientras yo sentía cada detalle de la operación. Un bulto sordo que se acomodaba bruscamente en mi interior.
(…) Seis años después recuperé la capacidad de hablar. Empecé a recordar hace ocho meses. Los médicos que me atendieron contestaron siempre lo mismo, “Es psicosomático, vea a un psicoanálista”. El tratamiento no fue fácil: yo estaba muda. (…)
Me dijeron que el cerebro evita la memoria del dolor. Mi cuerpo, en todo caso, recuerda cada detalle. (…) Muchas veces prefiero no dormir, camino por mi estrecho departamento, doy vueltas, tomo café. Trato de no pensar. Estoy en alerta constante, desconfío de cada sensación o roce de mi piel que me brinda sensaciones insoportables. (...) Hoy sueño con una cámara de aislamiento sensorial, sin dolor ni recuerdos.
(…) Voy a vengarme, más ahora que esta experiencia me reveló una versión sádica de mí misma. Es una fijación que antes no tenía por los suplicios y la cirujía. Pensé en picanas, ratas con rabia, ácido, agujas. Pero el procedimiento más refinado es el que me enseñaron ellos, el factor sorpresa. Es raro, pero desde hace un tiempo me consuelo imaginando las infinitas formas que puede adoptar el dolor humano. Otros hacen ejercicios mentales para dormir, yo repaso una lista de técnicas de tortura. Ya no puedo olvidarme de sus manos mientras se deslizaban con pequeños cortes dentro de mí. El dolor gratuito, mudo, indiferente, inesperado. No tendría que decírselo a un juez, pero no me importa. Hago de cuenta que nos entendemos, como profesionales.
Dije que no puedo olvidar. Por eso vine a este juzgado. No pido nada, sólo justicia. Y si no la consigo, venganza. Quería aclar esto. (…)
Entré a la guardia del Hospital Italiano el 30 de julio de 1980. Eran las 18.45hs. Me llevó una ambulancia que pasó a buscarme por mi casa. Estaba sola, porque vivía sola en esa época.
Me había levantado temprano para estudiar para un exámen. Todo el día me sentí mal, mareada y dolorida. Desde días antes había estado descompuesta, y pensaba consultar a un médico en cuanto pudiera. Empecé a vomitar a eso de las tres. Ya muy débil llamé a “Emergencias“ de la obra social. Esperé al médico como me dijeron.
El médico llegó enseguida. Cuando me revisó, me tocó el abdómen y su diagnóstico fue inflamación de apéndice. Tenía que llevarme al hospital. Fuimos en ambulancia, y en el hospital me dijeron que iban a operarme. Firmé la autorización y me pidieron que me desvistiera. Me dieron un delantal y me dijeron que me recostara. Peritonitis. En cuatro o cinco minutos estaba lista para el quirófano. Sé quienes fueron los médicos, el cirujano Diego R. y el anestesista Bruno G. (…)
El descubrimiento de la anestesia general sucedió en el "lejano" oeste de Estados Unidos. Horace Wells, un dentista, notó que en una feria un voluntario inhalaba óxido nitroso (éste era su único uso conocido hasta entonces: inducir estados de risa incontrolable), sin mostrar ningún tipo de reacción dolorosa, ni siquiera. al golpearse una pierna con una silla, en medio de sus crisis hilarantes y a pesar de que la herida sangrara abundantemente. (…)
La anestesia que se usa en las cirugías de abdomen consiste en un cóctel de gases. Dos son los principales. Uno, relaja los músculos del paciente y le provoca un bloqueo en la transmisión neuromuscular. Sencillamente, le induce una parálisis. Obliga a asistirlo mediante un respirador artificial, pues de lo contrario moriría por asfixia. El otro gas es el fármaco propiamente anestésico. Halotano, isofluorano, óxido nitroso, son algunos entre los más conocidos. Éstos provocan estados de inconciencia y logran que la información sensorial no se transmita hasta el cerebro. Los gases se almacenan por separado, y depende de los médicos administrarlos en cantidades adecuadas. Si uno de los gases falla, el efecto se desmorona.
Se puede inducir la parálisis muscular y no suministrar el gas anestésico. En este caso el paciente retiene su capacidad de sentir. No puede moverse, ni ejercer fuerza con ninguno de sus músculos. No puede abrir los párpados, mover la lengua o contraer las cuerdas vocales. Pero puede oír las conversaciones de los médicos en el quirófano. Puede sentir el algodón con desinfectante que una mano le aplica con energía en la panza. (…)
Yo escuché a un médico preguntar si la anestesia estaba lista. Podemos empezar, dijo otro. Quise gritar.. Sentí el pinchazo en el abdomen y traté de llorar, pero no pude. Sentí cómo se degarragaba mi interior. Cada tajo que me recortaba. Las tijeras me arrancaban pequeñas porciones del cuerpo. Extraían mi apéndice mientras yo sentía cada detalle de la operación. Un bulto sordo que se acomodaba bruscamente en mi interior.
(…) Seis años después recuperé la capacidad de hablar. Empecé a recordar hace ocho meses. Los médicos que me atendieron contestaron siempre lo mismo, “Es psicosomático, vea a un psicoanálista”. El tratamiento no fue fácil: yo estaba muda. (…)
Me dijeron que el cerebro evita la memoria del dolor. Mi cuerpo, en todo caso, recuerda cada detalle. (…) Muchas veces prefiero no dormir, camino por mi estrecho departamento, doy vueltas, tomo café. Trato de no pensar. Estoy en alerta constante, desconfío de cada sensación o roce de mi piel que me brinda sensaciones insoportables. (...) Hoy sueño con una cámara de aislamiento sensorial, sin dolor ni recuerdos.
(…) Voy a vengarme, más ahora que esta experiencia me reveló una versión sádica de mí misma. Es una fijación que antes no tenía por los suplicios y la cirujía. Pensé en picanas, ratas con rabia, ácido, agujas. Pero el procedimiento más refinado es el que me enseñaron ellos, el factor sorpresa. Es raro, pero desde hace un tiempo me consuelo imaginando las infinitas formas que puede adoptar el dolor humano. Otros hacen ejercicios mentales para dormir, yo repaso una lista de técnicas de tortura. Ya no puedo olvidarme de sus manos mientras se deslizaban con pequeños cortes dentro de mí. El dolor gratuito, mudo, indiferente, inesperado. No tendría que decírselo a un juez, pero no me importa. Hago de cuenta que nos entendemos, como profesionales.