Título: “La ida”
Autor: Carlos Gradin
1
Empezó complicado. Era una húmeda y soleada mañana de enero en la estación de trenes de Chacarita, y en el andén los pasajeros esperaban la llegada de “El Gran Capitán”, el servicio Buenos Aires – Posadas. Había familias con chicos que revoloteaban y banditas de adolescentes recostados en el piso sobre pesadas mochilas. Primero llegaron los rumores, después los empleados de la empresa y casi en seguida una cámara de televisión. Uno de los empleados recorrió la explanada y se detuvo en cada grupo de personas con la noticia de que un incendio en Corrientes había demorado el tren durante la noche. Iba a llegar con cinco horas de atraso.
Pocos meses antes había habido otro incendio. En Haedo, provincia de Buenos Aires, los pasajeros del servicio que une Moreno con la capital llevaban casi una hora de espera en una formación de vagones detenida a pocos metros de la estación. Cuando el guarda anunció con un grito que el servicio se cancelaba, los pasajeros apretujados descendieron del tren pero lejos de esperar a que otra formación los recogiera, cientos de ellos siguieron a pie. Mientras un grupo incendiaba los vagones, otro se acercó a las boleterías y transmitió la inquietud de todos por la mala calidad del servicio. Incendiaron la estación, combatieron a la policía, destruyeron dos patrulleros y saquearon negocios. Hubo 29 heridos y unos cien detenidos. Salió por televisión en directo.
En Chacarita, quizás como un eco del “caso Haedo”, los empleados de “El Gran Capitán” eran jóvenes y amables. Parecían un equipo de psicólogos conteniendo a las víctimas de una catástrofe. Tal vez lo fueran. Un periodista hablaba con los pasajeros frente a una cámara; mientras, la mayoría se disponía a esperar tomando mate en la sombra.
Puntual en su impuntualidad, el tren llegó a la hora convenida y “El Gran Capitán”, espléndido con las franjas blancas y celestes que adornaban su fuselaje, partió entre palmas y chiflidos. En poco tiempo surcábamos el campo.
2
Si alguna vez los trenes fueron símbolo de progreso, hoy su estatus es dudoso. “El Gran Capitán” hizo un último viaje en 1993 cuando la empresa concesionaria levantó el servicio de pasajeros. Las estaciones abandonadas se convirtieron en símbolo de un país quebrado y agudizaron la decadencia de pueblos en vías de desaparecer. Cuando volvió, diez años más tarde, el acto inaugural de “El Gran Capitán” tuvo un aire a reparación histórica y fue, en cierta forma, la promesa de un viaje al pasado.
En mi asiento de Turista iban un señor mayor rumbo al casamiento de su sobrino, y una abuela a cargo de dos nietas. En Zárate subieron algunos "mochileros", los únicos en el vagón. Venían de Mendoza, habían comprado pasajes para ir parados y se quedaron dormidos bajo los asientos. Los empleados del tren recorrían el pasillo con sus uniformes azules y morados, y eran una cruza rara entre vendedores ambulantes y azafatas. Cuando ofrecían sandwiches y bebidas a precio razonable, exageraban el gesto de complicidad. Parecían nerviosos.
La tarde caía cuando pasamos a Entre Ríos. Podíamos ver el interior de las casas al costado de la ruta, iluminadas apenas con lamparitas. Podíamos sentir el olor a pasto y animales, y el crujido de los grillos que salía de las zanjas. Sonaba una radio con los más votados, y desde el fondo una guitarra en otro vagón con un coro fantasmal. Empezó a garuar. Era el trance del tren del que hablan los viajeros. Sin luz para leer, sin conversación -la abuela dormía, con el hombre mayor nos entendíamos sólo de a ratos-, me puse el discman que no filtraba los martillazos de la maquinaria. La ventana mostraba algunas estrellas entre los matorrales, y así, desplomándonos sobre los ríeles, retumbando en la noche, seguimos nuestra marcha amparados por el aura de autoridad de “El Gran Capitán".
3
Lo supimos al amanecer. Íbamos más despacio. En algún momento de la noche habíamos entrado en Corrientes y faltaba poco para que el sol empezara a horadar la carrocería de nuestro tren. Se caía el cronograma. A menos de dos horas del horario de llegada, faltaba atravesar una provincia entera: y el paisaje, de un verde más claro que Entre Ríos, parecía desgastado por el sol, pero sobre todo se deslizaba por las ventanillas a una velocidad aún menor que antes.
Los ríeles. El calor los dilataba y había que bajar la velocidad para evitar el descarrilamiento. Corrió la noticia desde el vagón de los empleados, que no aparecieron hasta más tarde. Se los veía notablemente cansados mientras revisaban la formación desde el andén en las paradas prefijadas. Villaguay, San Salvador, Federación. Podíamos ver el campo correntino parcelado en corrales donde pastaban cebúes, entre lagunas como charcos, plantaciones tal vez de té, bosques ordenados en hileras perfectas. Manchones amarillos y naranjas, relucientes. Era preocupante. No el paisaje, sino la nítidez, el detalle con que lo percibíamos. Desde la ruta, a escasos metros de las vías, nos llegaba el saludo de los camioneros. Hacían sonar la bocina mientras pasaban de largo junto a la formación, esa cansada maquinaria que nos arrastraba, y agitaban el brazo como si se solidarizaran con una huelga o una manifestación.
Cuando parábamos en las viejas estaciones de los pueblos, se desprendían del tren decenas de pasajeros sofocados con envases vacíos en busca de mangueras donde cargar agua. Los tanques de ”El Gran Capitán” duraban poco, y con el correr de la tarde hasta los empleados, con sus uniformes arremangados, hacían cola en las mangueras para tirarse un chorro en la cabeza. O compraban una gaseosa de marcas locales a las señoras y chicos que se arrimaba a la estación; había helados y milanesas, también. Pero no todas las paradas eran seguras, y empezó a correrse otra bola de alguien que no había hecho a tiempo. Fue tema de reflexión y charla la imagen del pasajero, sólo, sin bolsos ni amigos, parado en la vía mientras el tren lo dejaba en un pueblo de la llanura correntina. Y en algún punto, después de Paso de Los Libres, los empleados retomaron la labor de contención psicológica. O lo intentaron.
4
Al principio fue como un rumor. Después se afirmó y en un segundo pasó a ser una gran oleada de golpes que retumbaban contra el fuselaje, una batucada mezclada con cantitos. Se había parado el tren. Llevábamos más de veinticuatro horas de viaje, y la tarde prometía alargar la cuenta de horas excedidas del chistoso cronograma inicial. “¡Polaco mentiroso!”, gritó un chico por la ventanilla. Afuera, bajo el sol, un rubio empleado del tren revisaba las vías. No se inmutó, y cuando se fue, el flaquito agitador y su hermano volvieron a la percusión. Durante el día, se habían cansado de cazar chicharras al vuelo, y de apretarles las alas para que sonaran como sirenas anti-bombardeo. A esa altura, se habían convertido en la vanguardia del vagón y sumaban apoyos para la protesta mientras llegaban ecos de tumulto y más percusión desde otros vagones.
Estábamos en medio del campo. No se descartaba una operación al estilo Haedo, con la estación en llamas sólo que nadie parecía muy seguro de en qué dirección caminar. Después de un rato, el tren arrancó otra vez. Aparecieron los empleados para conversar acerca de las vías, y negociaron un cese del reclamo con un nuevo horario de llegada y poco más. Tenían cierto carisma. El “Polaco”, cancherito, ponía cara de asombro. Le recriminaban la lentitud y respondía que viajábamos sobre vías con una larga, larga historia a cuestas. Un viejo casi se le tira encima, y el “Polaco” optó por escapar a otro vagón. Los chicos de las chicharras, trepados al portabolsos, pedían piquete y no paraban de reírse. Se bajaron, al final, pero con gran escepticismo.
Otra vez se hacía de noche. Soplaba un viento fresco y empezamos a ganar velocidad. Íbamos dejando atrás los pueblos del norte de Corrientes, Alvear, Santo Tomé, y enfilábamos hacia Posadas con el pronóstico de un arribo pasada la medianoche.
5
Di una vuelta a ver si me enteraba de algún dato sobre Misiones. Eso tenía en mente cuando tomé el tren. Con un día de viaje (y ya íbamos treinta horas) supuse que iba a terminar charlando con otros turistas, y que no sería difícil enterarme de cuál era la Meca del viajero en la provincia (no las Cataratas, por supuesto). Tenía una pila de folletos, además, que me habían dado en la Oficina de Turismo, pero no los había abierto, así como no había salido a recorrer los demás vagones en busca de otros viajeros, como yo, con un mes para gastar en albergues sórdidos y campings paradisíacos. Mi plan había sido olvidarme. Dejar fluír el tiempo. Lo había logrado gracias a las historias de las nietas de la abuela que iban al lado nuestro. Su charla giraba alrededor de dos o tres chicos de la escuela, y se dilataba y repetía hasta acoplarse con el paisaje de la ventanilla. En eso se me había ido el primer día. El segundo, entre el agite y varios litros de agua tomados en el estribo del vagón. Las ramas de los árboles acariciaban el fuselaje, y también era hipnótico, pero reaccioné unas horas antes de llegar, y me fui a dar una vuelta.
En el Pullman, el aire acondicionado se había apagado cuando salimos de Capital. En algún asiento no muy alejado, se decía, iba la novia del chico que no había vuelto a subir al tren esa mañana. La historia era cierta, me di cuenta, y llegué a ver a un grupito de mujeres sentadas alrededor de otra con actitud consoladora. Había muchos mochileros, grupos de amigos, parejitas, artesanos, músicos con guitarras. El “Polaco” era bien recibido en esa parte del tren, también Turista. Se llamaba Nico, y fumaba siguiendo por arriba un partido de truco; cada tanto salía a cumplir con alguna tarea. Estaba lejos de aparentar poder de decisión alguno sobre la suerte de "El Gran Capitán", parecía más bien el maître de un hotel abandonado por sus dueños. Seguía firme en su puesto, de todas maneras, y su actitud era vagamente heroíca.
También estaban los mendocinos. Habían dormido en el piso, pero después consiguieron dos asientos y se turnaban entre los tres. Eran una chica y dos amigos. Estaban agotados como casi todos, y cuando les pregunté qué pensaban hacer en Posadas, me respondieron que no sabían. En principio, llegar. Había rumores de que el camping estaba cerca del centro, y de que el centro no estaba muy lejos de la estación de trenes. Nada firme, pero a esa altura esas eran palabras mágicas que auguraban la Tierra Prometida. Faltaba poco. Fui a buscar mi mochila, y me despedí de la abuela, las nietas y los demás. Cuando volví al pasillo con los mendocinos, por las ventanillas se veía gente caminando por una zona de quintas. Después los suburbios. “El Gran Capitán” era puntual, otra vez, en su impuntualidad.
6
De la estación a la costanera de Posadas, una caravana de acampantes, mochileros, artesanos, una nube de lentas mochilas que bajaba por una calle oscura y arbolada. Éramos la fracción del Camping Municipal, la que no siguió el dato de otra fuente que había recomendado un oscuro paraje, tal vez gratuito, en las afueras. Allí íbamos entre paradas en bares y artesanos que empezaban a tirar paño en la vereda, y perdí a los mendocinos mientras pasaba al frente de la columna; había espíritu de grupo porque éramos los únicos que arrastraban mochilas en esa gran terraza sobre el Paraná que era la costanera Cientos de personas escuchaban música y tomaban sangría bajo los faroles, apoyados contra el capó de los autos. Nos animaban, como los camioneros de la ruta. Al final de la avenida, decían, van a ver el camping."
Carlos Gradin