El filósofo como intérprete
“... los símbolos de la filosofía se han derrumbado ...”
T. W. Adorno
En su clase inaugural de 1931 en la Universidad de Frankfurt[1], Adorno hace un recorrido panorámico por las corrientes filosóficas más difundidas en la Academia alemana de la época. Le lleva pocos párrafos arribar a un resultado que guarda afinidades evidentes con el proyecto crítico de su amigo Walter Benjamin, por un lado, y que además invita a pensar la relación entre producción intelectual y contexto histórico. Si hay algo que atraviesa su discurso es la presentación de un proyecto inscripto contra el fondo de una crisis. “La actualidad de la filosofía”, como se titula la clase, no reflexiona sobre problemas heredados de una tradición filosófica: es la tradición misma, como concepto, la que se pone en duda. La crítica apunta a las condiciones de posibilidad de la filosofía, que, en palabras de Adorno, parece agotada:
“La idea del Ser se ha vuelto impotente (...); no más que un vacío principio formal cuya arcaica dignidad ayuda a disfrazar contenidos arbitrarios. (...) Se ha perdido para la filosofía y con ello se ha visto afectada en su mismo origen la pretensión de ésta a la totalidad de lo real.”[2]
Esta misma imagen de un quiebre histórico resuena en múltiples aspectos de la cultura de la época. Las vanguardias estéticas, sin duda, pero también las expectativas de cambios revolucionarios en diverso países de Europa, sumidos en la crisis económica, ayudan a situar la filosofía de Adorno y Benjamin. En este caso, no pretendemos ocuparnos de su discusión con las distintas corrientes filosóficas mencionadas, ni de los argumentos planteados para demostrar su esterilidad, sino centrarnos en los aspectos de sus propuestas que vinculan el diagnóstico de una crisis con el problema de la “actualidad” de la filosofía.
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En este sentido, podemos remitirnos a los trabajos de Walter Benjamin, anteriores o contemporáneos a la conferencia de Adorno, para comprender el terreno al que es empujado el debate sobre filosofía. El mismo Benjamin había ya realizado una propuesta de renovación, a partir de una crítica al neo-kantismo, orientada a pensar nuevas formas de concebir la experiencia[3]. En particular, Benjamin destaca la necesidad de ampliar los alcances de la filosofía para incoporar regiones del pensamiento excluidas de las sistematizacíones kantianas. En ese sentido, se refiere a la "esencia lingüística” de la experiencia, y a la necesidad de profundizar los vínculos entre conocimiento y lenguaje.
Nuevamente, no pretendemos analizar la validez de las críticas de Benjamin o Adorno a la tradición filosófica, sino registrar los elementos surgidos como resultado de ellas y que permiten esbozar un proyecto filosófico-crítico. En el caso anterior, Benjamin presenta al lenguaje como una garantía para el desarrollo de una teoría de la experiencia libre de formalizaciones lógico-matemáticas. Se trata de una reflexión en torno a la transitoriedad de las formas, que subyace también a sus textos sobre lenguaje y traducción, basados en una reescritura del mito de la Torre de Babel. En ella, el lenguaje de los hombres se inscribe contra el fondo de un lenguaje anterior y original, una situación que los obliga a referirse a las cosas del mundo mediante nombres siempre tentativos, y carentes de validez universal. En este contexto la traducción, según Benjamin, debe abandonar las pretensiones de recomponer un sentido o de asumirse como vehículo de comunicación. En su lectura, el mito de Babel funciona como un motor que dinamiza la historia del lenguaje. Si las lenguas se hallan en perpetuo estado de alejamiento unas de otras, la traducción, antes que concebirse como respuesta, apaece como una complejización del problema: roza el sentido original, al tiempo que da cuenta de esa distancia que separa a las lenguas (y que, por otra parte, se reproduce en su interior como inadecuación respecto del mundo). De ahí su valor “resistente” frente a las avanzadas totalitarias.
En Benjamin, no se trata de preferir lo indecible como opción estética o metafísica, sino de intervenir en un campo poniendo en primer plano sus condiciones de producción, haciendo aparecer las tensiones que lo atraviesan. El lenguaje surge como un terreno plagado de marcas históricas. Destacar esas marcas es la tarea del traductor para poner en evidencia la deriva de sentidos, para evitar su ocultamiento bajo capas de jerga y formalizaciones.
La traducción, entonces, está ligada a esa crítica que, como dijimos, tanto Benjamin como Adorno dirigen a la filosofía de Kant, o, más específicamente, a la lectura que la academia alemana hacía de Kant en las primeras décadas del siglo XX. "La experiencia es la totalidad unitaria y continuada del conocimiento”, decía Benjamin en su trabajo de 1918[4], y entonces podemos leer su anterior afirmación sobre su “esencia lingüística”, así como su teoría del lenguaje basada en la multiplicidad de las formas, como un intento de reformulación y rescate de cierta idea de experiencia. Frente a los posutlados de la filosofía académica, el lenguaje historizado de Benjamin permite pensar lo transitorio e indecible, permite formular una teoría que incorpora una idea de caducidad, y de constante necesidad de renovación. Una filosofía consciente de su carácter transitorio y capaz de acompañar el movimiento del mundo y su inmersión en un “futuro” siempre desconocido.
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Con esta clave podemos leer también la clase inaugural de Adorno. No se menciona en ella al problema de la experiencia y el lenguaje, pero sin duda se percibe su afinidad con las reflexiones de Benjamin. Ambos hacen evidente desde la primera línea su inscripción en proyectos filosóficos de largo alcance, con objetivos también análogos: socavar las bases de la tradición filosófica, y a su vez preparar el terreno para una reafirmación de la tarea reflexiva. Más preciso y minucioso que Benjamin, en su clase Adorno esboza ese nicho en que la filosofía encontrará su “actualidad". Se trata de un espacio de disputa entre las ruinas del idealismo y los nuevos intentos del positivismo por disolver la filosofía en las disciplinas científicas, un ámbito en el que Adorno parece abrirse paso a empujones. Ni “filosofía científica”, ni “idealismo”, ni “poesía filosófica”, todas ellas falsas soluciones para la crisis, cuyo único aporte es conservar el mundo en su forma dada, "...velar la realidad y eternizar su situación actual."[5] Su respuesta, en cambio, se inscribe contra este fondo de sistemas falsos o agotados:
“Ni la plenitud de lo real se deja subordinar como totalidad a la idea del Ser que le asignaría su sentido, ni la idea de lo existente se deja construir basándose en los elementos de lo real.”
Este desfasaje entre sistemas filosóficos y realidad, la continua verificación de su agotamiento, de su esterilidad explicativa, se halla presente en los trabajos de Benjamin y Adorno, y en ese sentido decíamos que sus propuestas se hallan ligadas a situaciones de crisis. No ofrecen soluciones superadoras, y de ahí el aspecto paradójico de la respuesta de Adorno: la filosofía como "interpretación". Pero, ¿qué siginfica “interpretar" en medio de la crisis?
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A primera vista, la respuesta de Adorno recuerda a la de Susan Sontag en su famoso artículo "Contra la interpretación"[6]. También Sontag plantea el problema del agotamiento de los sistemas de categorías que, como el marxismo y el psicoanálisis, funcionaban como garantes del sentido de las obras en las lecturas académicas de su época (en su caso, los años ’60 del siglo XX). En su análisis, Sontag considera el papel de la crítica como experta en el desciframiento de un contenido esencial. Desde esa perspectiva, habría una verdad de la obra de arte y, a la vez, determinados modos de leerla en el sentido de un desciframiento. La idea subyacente es la del mensaje codificado, el arte como medio privilegiado de la comunicación. Convertida en dogma, esta idea conduce, según Sontag, a una profesionalización de la crítica. Tanto los expertos en arte, como los artistas, quedarían atrapados en este circuito en que el arte tiende a estandarizarse, y cuyo paradigma son las distintas versiones críticas de Kafka (el religioso, el social, el psicoanálitico), cada una embarcada en el redescubrimiento de aspectos que vuelven a hacer coincidir a la obra con los presupuestos iniciales de la lectura. “El verdadero arte tiene el poder de ponernos nerviosos”[7], dice Sontag, y contra ello conspirarían los aceitados mecanismos de una crítcia capaz de encontrar “verdades” iguales en obra distintas. A este achatamiento de la experiencia estética es a lo que Sontag se opone: "En lugar de una hermenéutica, necesitamos una erótica del arte."[8] Y sin duda podemos hallar afinidades entre su búsqueda y la crítica de Benjamin al neo-kantismo: el interés por nuevas formas de pensar la experiencia.
Con esta misma clave podemos pensar la proupuesta de Adorno en su clase inaugural. Mientras que ésta se sitúa en el campo de la crítica y la reflexión sobre la producción de arte, Adorno piensa a la interpretacíón desde su debate con la filosofía académica, idealista y "científica". Tras señalar su agotamiento, la interpretación surge, en Adorno, como un último campo de acción filosófica. Se trata de interpretar “las figuras enigmáticas de lo existente”[9] frente a la filosofía anterior y su tendencia a apuntalar sistemas ya consensuados y aplastar con sus categorías las especificidades de lo particular.
Pero además, la tarea del filósofo, en esta perspectiva, es socavar el vínculo entre la filosofía y el sentido de lo real. Es decir, “renunciar a la cuestión de la totalidad”[10] y, por lo tanto, al uso de símbolos que aspiren a reconstruir una verdad profunda o esencial desde lenguajes plenos o autorizados. Hay una fractura radical en la historia de la filosofía, y en ese lugar inscribe Adorno la búsqueda de su nueva actualidad. De ahí su apelación al materialismo como “ese tipo de pensamiento que prohíbe con el máximo rigor la idea de lo intencional, de lo significativo de la realidad.”[11] El nuevo punto de partida será la renuncia a pensar una esfera autónoma de pensamiento, la filosofía, que pudiera evocar en sus propios términos la complejidad del mundo. Y en ese sentido, podemos hallar afinidades entre la propuesta de Susan Sontag y el planteo de Adorno. En ambos, se trata de aliviar el peso de ciertos sistemas de ideas y conceptos dedicados a la interpretación, de combatir sus pretensiones de verdad definitiva.
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“La auténtica interpretación filosófica – dice Adorno – no acierta a dar con un sentido que se encontraría ya listo y persistiría tras la pregunta, sino que la ilumina repentina e instantáneamente, y al mismo tiempo la hace consumirse.”[12]
Como Walter Benjamin, de quien toma prestada esta perspectiva, con su correspondiente cita al libro sobre el barroco alemán, Adorno presenta su propuesta filosófica con fórmulas enigmáticas. Enfrentado a los problemas de la filosofía, el filósofo no da respuestas como quien descubre una verdad oculta, o un mensaje codificado en la realidad. Para Adorno la filosofía es un trabajo con materiales concretos, tomados, por lo tanto, del mismo ámbito del que surgen los interrogantes. Sin cielo platónico u otros sistemas trascendentales, y sin chance de “traducir” la pregunta a un lenguaje conocido y accesible, la idea de dar respuestas ya no le cabe por completo a la filosofía.
Su tarea, en cambio, es “solucionar enigmas”[13]. Para ello debe concentrarse en lo único que tiene disponible, las partes que conforman la pregunta: debe reordenarlas en nuevas constelaciones y lograr que algo parecido a una respuesta surja de ellas. Aunque en apariencia oscura, su filosofía se propone como un dispositivo de lectura dedicado a desestructurar los sentidos fijados por la cultura en sus diversas obras y creaciones. No muy alejado del crítico de arte, el filósofo encuentra interrogantes en configuraciones materiales concretas. Desde allí, con ellas, intenta responder el “enigma".
Quizás sea más claro seguir a Adorno en casos célebres, como Edipo enfrentado a la Esfinge en la tragedia clásica “Edipo Rey”. Interrogado por la Esfinge, la respuesta de Edipo no sólo produce el suicidio de aquella, también genera un corrimiento en la serie de sentidos integrada por los conceptos animal/hombre. Es ese desplazamiento, y no otra cosa, lo que permite a Edipo resolver el enigma, y a la vez convertirse en un tipo particular de filósofo, uno cuya reflexión sobre la condición humana surge de los imprevistos de la investigación de un crimen. Un filósofo, entonces, cuyo conocimiento es mucho menos el resultado de un método o de un sistema de ideas previo, que el efecto no buscado de acciones orientadas a otros fines.
De ahí el tipo de respuestas que alcanza la filosofía: reinterpretaciones de los términos iniciales, es decir, constelaciones, reescrituras en las que el enigma se reformula al punto de “esfumarse” como tal. Y tal vez sea en “Experiencia y pobreza” de Walter Benjamin, donde mejor se halle expresada esta dinámica. El cuento popular con el que abre el artículo, refiere la historia de un padre que, antes de morir, avisa a sus hijos de un tesoro escondido en el campo para ellos. “Solo tienen que cavar. Cavaron, pero ni rastro del tesoro. Sin embargo, cuando llega el otoño la viña aporta como ninguna otra en toda la región. Entonces se dan cuenta de que el padre les legó una experiencia: la bendición no está en el oro sino en la laboriosidad.”[14]
En ese trayecto discursivo, en el que los tesoros se transforman en campos fértiles, y los animales en hombres, está la clave para entender la filosofía como la piensa Adorno. La interpretación es una experiencia, es decir, un recorrido del que los conceptos e ideas del sujeto no salen indemnes, y en el que terminan por conformar constelaciones distintas de las que integraban al principio.
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Nuevamente, como en Benjamin, se trata de pensar la práctica (filosófica) contra el fondo de una crisis (histórica y simbólica). Ante ella, sólo queda la reflexión sin garantías de éxito, es decir, sin referencias a una lengua universal ni símbolos de un conocimiento “ya” aprobado. Interpretar, traducir, entonces, son experiencias que dejan al descubierto las condiciones de producción de cultura y sentido en la sociedad, ese desfasaje entre lenguaje y mundo:
“...A MEDIA ASTA
Cuando muere un ser muy próximo a nosotros, nos parece advertir en las transformaciones de los meses subsiguientes algo que, por mucho que hubiéramos deseado compartir con él, sólo podía haber cristalizado estando él ausente. Y al final lo saludamos en un idioma que él ya no entiende.”[15]
Esta imagen tomada de Dirección Única, de un tiempo que avanza inexorable, y de una realidad que se diluye en el preciso instante en que es nombrada, remite a la que Benjamin usará años más tarde para reflexionar sobre el curso de la historia en la figura de un ángel atrapado en la tormenta, y que mira acumularse a su paso las ruinas de un mundo en vías de destrucción. Con perspectiva materialista, tanto Adorno como Benjamin llevan la discusión crítica y filosófica a un terreno no apto para sistemas de ideas trascendentes. Los “enigmas” no tienen una solución más allá de sí mismos, y están a la espera de un acontecimiento que reordene sus fragmentos y atenúe su cualidad “enigmática". En dicho proceso, la pregunta inicial es reformulada en un idioma que cambia al compás del tiempo. Las palabras utilizadas, por otra parte, dan cuenta de una realidad que ya no existe.
Se podría pensar en la práctica psicoanálitica en la que determinados “problemas” de los sujetos son reinterpretados desde una perspectiva teórica que, finalmente, los convierte en otra cosa. Recordar, por ejemplo, la manera en que un síntoma resulta analizado en relación a series de sentido inconscientes para ser finalmente incorporado por el sujeto a un nuevo relato de sí mismo. Así se comprende la idea de Adorno de que los “enigmas” de la filosofía encuentran su respuesta al tiempo que se esfuman, y también su defensa del ensayo como forma de expresión filosófica, es decir, como aquella escritura capaz de presentar ideas en proceso de reformulación y, por lo tanto, resistente a la fijación en sistemas o metodologías. Llegado un punto, la pregunta pierde urgencia, no porque se haya encontrado la respuesta, sino porque se transformaron las palabras (y el mundo) que le dieron origen.“Nada hay más pobre que una verdad expresada tal como se pensó”[16], dice Benjamin, en la misma sintonía que Adorno. Y también: “A una persona la conoce únicamente quien la ama sin esperanza.”[17]
Ese halo de melancolía puede llevarnos a pensar, en principio, en una teoría de la distancia y de lo irrecuperable. Este es el modo en que a veces resultan mal leídas las referencias de Benjamin a la pérdida del aura y el fin de los narradores. Sólo se traduciría, supuestamente, para constatar la derrota del lenguaje, sólo se interpretaría el mundo para verificar la imposibilidad de interpretarlo (al menos, totalmente), y sólo se apreciarían obras de arte en función de un aura que ya no poseen. Pero en Benjamin, cada una de estas reflexiones sobre rupturas históricas y simbólicas, va acompañada de un análisis de las nuevas condiciones de producción que ellas mismas habilitan. Así, en “Experiencia y pobreza”, puede leerse tanto la crítica de una época signada por cambios técnicos y sociales, la destrucción de la experiencia, como la valoración de esa "nueva pobreza", las potencialidades de una cultura desprovista de lastres y tradiciones restrictivas. La ambivalencia se mantiene en todo el artículo, y ese es el gesto que Adorno defendía en su clase inaugural frente a las críticas que lo acusaban de "ensayismo". Precisamente el ensayo, desprovisto de conceptos generales, “incluyendo por ejemplo el de ser humano”[18], aparece como la forma adecuada para una reflexión bajo tales condiciones. Si el materialismo permite pensar un mundo desprovisto de sentido inmanente o de intencionalidad, el ensayo hace tábula rasa sobre las categorías de pensamiento heredadas, y cada una de ellas debe volver a ser definida, fundamentada cada vez.
En esa encrucijada provisoria, el sujeto intenta inscribirse contra el fondo de un lenguaje en proceso de transformación, y el hecho es que lo logra. Eso es lo que pasan por alto las malas lecturas de Benjamin: pese al fondo de “derrumbe” y crisis contra el que se desarrolla su teoría, siempre es posible aún recomponer la imagen, juntar los fragmentos dispersos y volver a pegarlos. De hecho, esto ocurre incluso a pesar de las intenciones del sujeto que tal vez cumpla su papel de manera inconsciente. En todo caso, siempre habrá nexos entre sujeto, lenguaje e historia que formarán recorridos azarosos y que articularán algún tipo de experiencia, alguna interacción entre la praxis y los presupuestos con los que el sujeto la lleva adelante. Las huellas de ese trayecto son como las marcas que aparecen en los textos traducidos, la sutura que revela su origen conflictivo, y que también está presente en las obras de arte y demás concreciones materiales de la cultura.
Podemos, entonces, violentar aún más el concepto, que no existe como tal en los textos de Benjamin, para pensar a la traducción como cierta experiencia del lenguaje, y a la filosofía como cierta experiencia del mundo. Ambas son imposibles, y sin embargo ocurren. Lejos de una captación total y abarcadora del objeto, lo que sí acontece son intentos siempre tentativos, parciales, de acceder a él. Y sin embargo, lejos de quedar oculta tras una bruma inefable, la Historia, o como quiera llamarse a esa colección de huellas acumuladas, o bien el Sentido, o como quiera llamarse a la posibilidad siempre latente de traducir un texto, no dejan de emerger y manifestarse con todas sus potencialidades intactas. Bajo las peores condiciones, y con todo el viento de la reacción y la catástrofe en contra, el sujeto crítico adquiere en Benjamin un aura utópica.
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¿Pero qué es una experiencia? Parecería que la filosofía fuera un juego del sujeto que pone en jaque los presupuestos de su lectura. Con esta perspectiva, lo que haría posible, entre otras cosas, es un tipo de apreciación estética más refinada, tal vez más amplia. Sin reglas ni normativas, se lograría un punto de vista privilegiado que nos permitiría volver al artículo de Susan Sontag y su idea de una “erótica del arte”. Lo que es interesante es pensar qué ocurrió con éstos nuevos modos de lectura anti-hermenéutica que venían a liberar a la crítica de los burócratas del partido (marxista, psicoanálitico u otro). Sin duda, podemos encontrar nuevas estandarizaciones y convenciones. Una de ellas, por ejemplo, en torno a la idea de que el arte puede ser un espacio de experimentación formal, más o menos abstracto, y ejercido en planos aislados. Siempre será posible leer en una obra la experiencia del artista en relación con algún recorte del mundo, ya se trate del lenguaje como de las últimas técnicas audiovisuales, ya sean las publicidades de golosinas como los íconos pop de alguna escena musical periférica. Cualquier conjunto de elementos dispuestos para ser reordenados y desplegados sobre la página o el bastidor en blanco, será pasible de una lectura en términos experimentales y, por lo tanto, candidato para recibir el elogio de la crítica entrenada en el reconocimiento de "revueltas estéticas”. [19] Así, las obras adquieren un nuevo aura por efecto de esta idea de experiencia (y toda su gama de conceptos subsidiarios), que las colocan en el lugar de la resistencia a la doxa social. No es difícil encontrar a la crítica, acádemica o no, entusiasmada con algún aspecto de tal o cual obra en el que se vuelve a leer el gesto liberador de un sujeto que se apropia de alguna porción del mundo para crear con él una suerte de paraíso utópico y a su medida. El control remoto, por ejemplo, alguna vez fue leído en términos de una nueva experiencia sintáctica y democratizante: el usuario iba a poder escribir su propia "película", según sus gustos y aspiraciones. Algo no muy distinto sucede con la idea de flaneur tomada de Benjamin y que, aíslada y puesta a funcionar como una máquina de producir experiencias, termina convertida en una suerte de protocolo anarco-urbanista para la creación de recorridos callejeros a contrapelo de las guías de turismo. Ni hablar del potencial revolucionario de artefactos como Internet, los blogs o los videojuegos. No se trata de negar la verdad que puedan contener tales análisis, sino más bien, al contrario, pensar que pueden ser leídos contra el fondo de un proyecto mucho más ambicioso y abarcador. Si alguna vez estas lecturas experimentales tuvieron un valor crítico, hoy podrían integrar el decálogo de cualquier marca medianamente sofisticada. Hace tiempo que las agencias de publicidad convirtieron a las gaseosas y las remeras en experiencias de transformación radical de los sujetos y su mundo. La creatividad, que alguna vez perteneció como atributo al ámbito del arte y su “bohemia”, hace mucho que se dispersó por toda la sociedad hasta convertirse en valor ciudadano. La idea del arte experimental y de la crítica como experiencia (“erótica”) tiñe ya todas las valoraciones positivas realizadas en torno a tales disciplinas desde la escuela, los medios o el mercado. El arte de la experiencia se convierte en una empresa constructiva y de gran valor agregado; en última instancia, un aporte a la sociedad (y de ahí que no falten críticos que así lo afirmen).
Frente a este panorama de experimentación leída en términos abstractos, y valorada como fin en sí mismo, cabe destacar la referencia de Adorno acerca de que “la interpretación en última instancia es la praxis quien la da.”[20] Lo interesante de esta perspectiva es que amplía las fronteras del proceso, y entonces la validez de una lectura, lejos de medirse a partir de un sujeto y su relación con cierto nicho, o recorte, del mundo, incorpora a éste dentro de los materiales a considerar. Tal vez el mundo no pueda ser abarcado por completo, pero eso no significa que todo se reduzca a experimentar con porciones tomadas en forma más o menos arbitrarias de una totalidad descartada de antemano. En todo caso, la filosofía aparece como el terreno donde se constata dicho “fracaso”, pero también donde vuelven a proyectarse eventuales soluciones. Y en ese sentido, se complejiza la idea de experiencia, ya que no se trata, entonces, de una actividad autónoma que pueda concebirse como acabada o completa en sí misma, sino que se ve afectada por determinaciones que escapan a las intenciones del sujeto y que pueden aparecer como imprevistos u obstáculos surgidos de su misma praxis.
Tal vez no resulte claro a qué se refiere Adorno con “praxis”, pero es posible pensarlo a partir de textos de Walter Benjamin como Dirección única o su libro sobre el drama barroco alemán. Por un lado, está claro que no se trata de pensar en esferas cerradas como si todo el interés sobre el drama barroco se pudiera agotar en esa experiencia (personal) que atravesaron los dranaturgos del siglo XVII mientras lo escribían. Y mucho menos, en Dirección..., pensar esferas cerradas como si fuera interesante en sí mismo destacar el interés creativo y/o lúdico de los marineros y sus curiosos relatos sobre los bares y prostíbulos de los puertos. Sobre todo, se trata, en Benjamin, de formas de pensar la cultura desprovistas de la intencionalidad (¿el aura?) con que la recubren ciertos discursos críticos. Leída como una empresa estética éxitosa, la obra de arte se convierte en la expresión acabada de la voluntad de un artista. Éste, logró su cometido de hacer tambalear los presupuestos sociales y ahora los críticos podrán situar su experimento en una genealogía de la vanguardia. La perspectiva de Benjamin es más interesante. El drama barroco es el producto de una mala lectura de la teoría aristótelica sobre la tragedia, y sus obras fundan las bases para el drama histórico moderno pero en su época jamás superaron el estigma de ser un teatro irrepresentable. Su análisis de las conversaciones de los marineros los convierte en portadores de un saber particular sobre las ciudades, producto de sus recorridos entre puertos, tabernas y prostíbulos, pero en última instancia dicho saber es el resultado de una vida consumida en las labores de la industria naviera-mercantil. Ni los marineros ni los dramaturgos barrocos pudieron gozar de crédito por sus curiosas orientaciones urbanas o sus sangrientas pseudo-tragedias. Sus experiencias involuntarias y accidentadas, inscriptas en configuraciones históricas concretas sellaron su suerte. Pero justamente por eso estuvieron lejos de ofrecer la imagen acabada y ascéptica de un arte profesionalmente experimental, de laboratorio. En ese confuso curso de la Historia que Benjamin imaginaba como una tormenta, ciertos materiales, más o menos ayudados por la destreza o la suerte, acaban por decantar bajo la forma de una obra de arte. La filosofía y crítica de Adorno y Benjamin ponen en juego esa dimensión de malentendido y postergación que hace que las obras y los críticos tengan que atravesar distintos episodios antes de reencontrarse bajo un cielo despejado. Ese ruido que se cuela en el canal de la comunicación es el mundo. Es decir, las condiciones históricas y materiales que impiden que algo así como un mensaje llegue linealmente a un receptor, y que quedan excluídas cuando lo que se pretende leer es sólo la experiencia de un sujeto y su obra, de un escritor y la página en blanco.
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De esa forma, la historia y la praxis no dejan de intervenir en las ideas de interpretación y experiencia de Benjamin y Adorno. Nunca son acciones que puedan llevar adelante los sujetos por simple voluntad. Reciben el impacto de los acontecimientos que determinan su suerte en un grado nunca del todo aclarado, y por lo tanto, aunque parciales y fragmentarios, los resultados de estos enfoques no dejan de remitir, con más o menos claridad, con más o menos interferencias, pérdidas y oscurecimientos, a la totalidad del proceso histórico en el que el sujeto se encuentra inmerso, lo sepa o no. Como mínimo, se puede pensar en una “aspiración” de eso que llamaríamos experiencias e interpretaciones, una tendencia a deshacerse de jergas, formalizaciones, lenguajes estándar y cualquier esquema que pretenda circunscribir su desarrollo a campos y elementos específicos. Lo interesante es que no se trata de una propuesta de recambio por el mero hecho de renovar las formas y experimentar algo nuevo. Es eso, pero también la adecuación con un mundo entendido como proceso en transformación, con esos materiales históricos que la filosofía no debería dejar de mostrar de una u otra manera.
Bibliografía
Adorno, T. W., ed., 1994. Actualidad de la filosofía, Barcelona : Planeta-Agostini
Benjamin, Walter, ed. 2002, Ensayos (tomos III-IV), Madrid : Editoral Nacional
Benjamin, Walter, ed. 1987, Dirección Única, Madrid : Alfaguara
Benjamin, Walter, ed. 1990, El origen del drama barroco alemán, Madrid : Taurus
Buck-Morss, Susan, 1981, El orgien de la dialéctica negativa, Madrid : Siglo XXI
Sontag, Susan, 1969, Contra la interpretación, Barcelona : Seix Barral
[1] Adorno, 1994, “La actualidad de la filosofía”
[2] Adorno, 1994, p. 74
[3] Benjamin, 2002, “Sobre el programa de la filosofía futura” (1918)
[4] Ibidem, p. 67
[5]Adorno, 1994, p. 73
[6] Sontag, 1969
[7] Ibidem, p. 17
[8] Ibidem, p 21
[9] Adorno, 1994, p. 89
[10] Adorno, 1994, p. 73
[11] p. 90
[12] p. 89
[13] p. 92
[14] Benjamin, 2002, p. 65 (el subrayado es nuestro)
[15] Benjamin, 1987, p. 27 (el subrayado es nuestro]).
[16] Ibidem, p. 85
[17] Ibide, p. 60
[18] Adorno, 1994, p. 91
[19] Aunque no nos detengamos en casos particulares, estamos pensando en los análisis realizados por Claudio Iglesias y Damián Selci en las revistas “Éxito” y “El Interpretador” sobre cierta crítica literaria argentina que parece preparada para la relectura de juegos más o menos reducidos de conceptos y estrategias literarias. En particular, “A los reales seguidores de la crítica”, revista Éxito n. 19.
[20] Adorno, 1994, p. 94